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26 de diciembre 2025
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OpiniónAnn SantiagoAnn Santiago

El precio de callar

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En un país donde la corrupción se viste de costumbre y la impunidad es su mejor aliada, callar es un lujo que nos está costando demasiado caro.

En este país nos hemos convertido en expertos en indignarnos desde la comodidad del celular. Somos valientes detrás de un teclado, pero cobardes en la calle. Y no lo digo para ofender, lo digo porque yo también lo he hecho. Porque es más fácil escribir un “qué vergüenza” en Facebook que plantarte frente a una institución podrida y exigir que alguien pague por lo que nos roba.

La corrupción aquí no es un rumor, es un hábito. Está en los pasillos del Congreso, en las licitaciones maquilladas, en las comisiones “de evaluación” que siempre terminan dándole el contrato al amigo del ministro. Está en el policía que te para no porque rompiste la ley, sino porque necesita “resolver”. Está en el funcionario que se inventa una “asesoría” para meter a su primo a la nómina del Estado.

Sí, dicen que hemos mejorado en los índices internacionales… 36 sobre 100, aplaudan todos, estamos menos podridos que antes. Pero seguimos apestando. ¿De qué sirve subir unos puntos si la impunidad sigue siendo el idioma oficial? Si el 51 % de la gente siente que la corrupción ha aumentado, ¿de qué sirve el ranking?

Aquí se anuncian “operaciones” con nombres de telenovela: Antipulpo, Calamar, Medusa… todas llenas de titulares, allanamientos y promesas. Pero el verdadero guion lo escriben los abogados que estiran los procesos hasta que todo prescribe. Al final, el que robó millones termina en su casa, bebiendo whisky de 18 años, viendo en la tele cómo todavía discutimos si fue culpable o no.

Lo peor no es la corrupción en sí, lo peor es cómo la hemos normalizado. Hemos aprendido a vivir con ella como con la humedad en las paredes: molesta, pero ahí está, y ya ni la notamos. Nos quejamos del político ladrón, pero igual le pedimos “que nos resuelva” con una beca o un trabajo. Nos burlamos de que roban, pero nos conformamos si “roban, pero dejan algo”.

Ese es el verdadero precio de callar: nos convertimos en cómplices. El silencio nos sale caro. Nos cuesta hospitales sin medicinas, escuelas sin maestros, carreteras que se hunden al primer aguacero. Nos cuesta vivir con miedo, con rabia, con la certeza de que si mañana te matan, probablemente tu expediente termine archivado “por falta de pruebas”.

A veces pienso que este país no se jode por culpa de los corruptos, sino por culpa de los que los dejamos vivir tranquilos. Por culpa de todos los que seguimos creyendo que la política es un juego de colores y no de principios. Por culpa de los que cambiamos el voto por una funda de comida, por un bono de Navidad o por una promesa que nunca se cumple.

Callar es dejar que otros escriban tu historia… y créeme, si no la escribes tú, ellos la van a escribir con tinta de mentira y páginas manchadas de sangre.

Por Ann Santiago

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