En el corazón de la cotidianidad dominicana, lo que antes era rutinario hoy por hoy se ha vuelto incierto: comer. Algo tan elemental como llevar arroz, habichuelas, carne, huevo, víveres o leche a la mesa, representa un desafío para una parte creciente de la población. Familias enteras hacen malabares para cubrir una canasta básica que se aleja cada día más del alcance de sus bolsillos.
La inflación alimentaria no es un número en una tabla, sino la angustia de una madre que no sabe qué dará de cenar a sus hijos esta noche.
El Estado mira hacia otro lado, mientras el pueblo batalla con su realidad diaria y una buena parte de los responsables de las políticas públicas parecen enfocados en otra agenda. Se observa una tendencia preocupante que, en lugar de fortalecer las instituciones, se utilizan como plataformas personales.
Áreas técnicas que deberían estar orientadas a la eficiencia y la planificación, se han convertido ahora en parte de un espectáculo de autoexaltación. La publicidad institucional ha desbordado los límites del interés público para convertirse, muchas veces, en promoción personalizada.
La proliferación de campañas publicitarias desde dependencias estatales, incluso en sectores recaudadores o de naturaleza meramente operativa, hay más publicidad que soluciones. Esto revela una desconexión profunda con la realidad social. Los recursos públicos, que deberían priorizar el alivio a la pobreza, la salud o la educación, se desvían hacia la construcción de imágenes políticas, con un tufillo electoral anticipado que debilita la confianza ciudadana.
La corrupción e improvisación que son las caras de un mismo problema, donde florece el mal manejo de los fondos públicos, la falta de planificación estratégica y la opacidad en los procesos administrativos configuran una realidad compleja. No se trata solo de actos individuales de corrupción, sino de una lógica sistémica donde la falta de controles, la improvisación y la impunidad debilitan la capacidad del Estado para atender las demandas más básicas de su gente.
El costo de la desigualdad social ocurre en un contexto cada vez más creciente. Mientras algunos sectores se benefician del acceso privilegiado al poder y sus beneficios, la gran mayoría enfrenta un sistema que no le ofrece garantías mínimas de bienestar. Las oportunidades están concentradas, y las esperanzas de movilidad social son cada vez más limitadas.
¿Hacia dónde vamos? no es fácil ofrecer respuestas rápidas a problemas tan estructurales. Pero sí es posible y necesario, reflexionar con madurez sobre el rumbo del país. En la memoria colectiva, aún vive el recuerdo de etapas en las que hubo mayor estabilidad institucional, visión estratégica y capacidad para articular políticas públicas sostenibles. Es responsabilidad de todos los ciudadanos, líderes sociales, académicos, empresarios y actores políticos, contribuir al diseño de un nuevo consenso nacional que devuelva a la gestión pública su carácter de servicio.
De qué manera comprenderán los que hoy ostentan el poder oficial, el reto de mirar más allá de los eslóganes. Nuestra nación enfrenta una encrucijada entre continuar en la ruta del cortoplacismo político, o retomar el camino de la visión, la eficiencia y el compromiso ético. La historia nos enseña que no hay progreso duradero sin instituciones sólidas, sin justicia social, sin servidores públicos comprometidos y, sobre todo, sin una ciudadanía activa y vigilante. Este análisis solo apunta, hacer un llamado colectivo a la sensatez, la responsabilidad y la verdad. Porque si el país no se encamina con urgencia hacia una gestión pública más humana, racional y equitativa, corremos el riesgo de que la esperanza, esa que aún persiste en los corazones más golpeados, se convierta en resignación o rebeldía. Y eso, como nación, no podemos permitirlo.
Por: José Peña Santana.
