En este país parece que la indignación tiene fecha de caducidad. Hoy todos hablamos del caso de la joven violada, de la brutalidad de seis “hombres” que no merecen llamarse así. Mañana, quizás, se hable de otro tema y este quedará sepultado entre memes y noticias pasajeras, como ya pasó con la tragedia del Jet Set.
El presidente Luis Abinader lo dijo claro: “Eso no son hombres, son salvajes y cobardes; espero que todo el peso de la ley caiga sobre ellos”. Palabras fuertes, sí, pero las víctimas no se reparan con discursos. La justicia en este país ha demostrado demasiadas veces que puede ser lenta, selectiva o simplemente indiferente. Lo cierto es que hay una joven marcada de por vida, con un cuerpo y un alma rotos, mientras que en las redes los videos circulan como si fueran espectáculo. No es morbo, es crueldad disfrazada de entretenimiento.
Lo mismo pasó con el Jet Set. ¿Recuerdan ese techo desplomado, los gritos, la sangre, los 236 muertos? Por semanas lloramos, hicimos vigilias, juramos que “nunca más”. Pero ahora, apenas cuatro meses después, el tema apenas aparece en titulares. Ya nadie habla de los que quedaron inválidos, de los padres que todavía esperan justicia, de los jóvenes que salieron a bailar y nunca regresaron. El país pasa página con una facilidad que asusta.
Nos acostumbramos al dolor como si fuera parte de la rutina. Una mujer violada, un niño asesinado, un techo que se desploma, una corrupción nueva. Cada escándalo borra al anterior. Y así, nos convertimos en expertos en olvidar.
El problema no es solo que la tragedia se repita. El verdadero problema es que ya no nos sorprenda. Que miremos la pantalla, indignados por un rato, y luego sigamos comiendo como si nada. Que nos acostumbremos al horror como parte del menú diario.
La justicia tiene que actuar, claro. Pero la sociedad también tiene que despertar. Porque mientras sigamos olvidando con tanta rapidez, lo próximo que pase nos encontrará igual: distraídos, indignados a medias y listos para olvidar otra vez.
Por Ann Santiago
