En el lenguaje político y diplomático contemporáneo, el consenso ha sido elevado a un ideal incuestionable. Lo presentan como una herramienta civilizada, casi sagrada, para resolver conflictos, tomar decisiones colectivas y avanzar sin fricciones. Pero detrás de esta aparente virtud se esconde una trampa. El famoso pacto, que se entiende como acuerdo universal sin costos ni confrontaciones, no es más que una ilusión. Y lo que es peor. una visión paralizante.
El consenso parte de la premisa de que es posible encontrar soluciones en las que todos los actores involucrados se vean mínimamente afectados. Se trata de buscar un punto medio donde nadie pierda demasiado y todos salgan con algo. Sin embargo, en la práctica esto se traduce en decisiones diluidas, sin fuerza ni profundidad, que plantean soluciones a medias para los problemas.
El mito se alimenta con la idea de que es preferible avanzar poco, pero con todos a bordo, antes que asumir decisiones valientes que puedan generar resistencia. Pero se olvidan de que muchos de los desafíos que enfrenta el mundo, tales como la crisis climática, la desigualdad estructural o la corrupción sistémica, no se resuelven con tímidas concesiones. Requieren transformaciones que, inevitablemente, afectarán intereses establecidos y provocarán tensiones. Eso de esperar a que todos estén de acuerdo para actuar es, muchas veces, una forma elegante de no hacer nada.
Esta lógica, lejos de resolver conflictos, perpetúa el statu quo. Porque cuando ninguna de las partes está dispuesta a ceder, el consenso se convierte en el refugio preferido de la mediocridad. nadie pierde mucho, pero nadie gana lo suficiente como para que algo cambie de verdad. Y cuando se opta sistemáticamente por decisiones que no molestan, se termina gobernando con soluciones superficiales, desprovistas de un impacto real.
No se trata de negar el valor del diálogo. Escuchar, negociar, comprender las distintas posiciones es fundamental en toda sociedad democrática. Pero el diálogo no debe confundirse con la obligación de alcanzar consenso a toda costa. Que conste. Hay momentos en los que tomar decisiones firmes, aunque impliquen sacrificios y daño colateral, es lo más responsable.
La historia está ahí y lo confirma. Los grandes avances sociales, como la abolición de la esclavitud, el voto femenino o los derechos civiles, no nacieron del consenso. Surgieron de la confrontación con sistemas injustos, impulsados por decisiones valientes que rompieron con el orden establecido. Si nos hubiésemos puesto a esperar unanimidad en esos contextos, habría significado perpetuar la injusticia.
Entendemos que perseguir la ilusión del acuerdo universal puede convertirse en un freno peligroso. Nos haría creer que estamos resolviendo, cuando en realidad estamos postergando. Nos daría una falsa percepción de tranquilidad, pero no nos transformaría. Nos uniría en la superficie, pero nos impediría tocar las raíces del problema.
En tiempos complejos como los actuales, donde sobran los conflictos, necesitamos menos decisiones que busquen quedar bien con todos y más voluntad de asumir riesgos. Porque, a veces, para sanar, es necesario intervenir con cirugía mayor. Y eso duele. Pero también libera.
Por Derby González
