Tú no lo dices en voz alta, pero lo sabes: la mañana de tus setenta y dos años amaneció distinta. Lo advertiste apenas abriste los ojos, sin necesidad de mirar el reloj, sin que algún ruido te llamara. Era como si el aire en tu habitación cargara una quietud nueva, un silencio que no pesaba, sino que aguardaba.
Te levantaste despacio, no por cansancio, sino para no romper esa sensación que te envolvía. Habías decidido —aunque todavía no lo aceptaras plenamente— que este cumpleaños no sería una repetición de nostalgias ni de rutinas disfrazadas. No ibas a mendigar presencias ni sustituir ausencias con simulacros. Esta vez te tocaba caminar hacia ti, sin intermediarios.
Mientras preparabas el café, pensaste en tus hijos. No con la punzada triste de otros años, sino con una serenidad parecida al reconocimiento. Están vivos. Están bien. Están lejos. Y está bien así. Por primera vez no sentiste que el amor se medía en kilómetros.

Entonces te acordaste de Godofredo y sus recomendaciones. Sonreíste con esa ironía tuya, medio tierna, medio escéptica. Haz algo solo para ti, te había dicho. Tú, que siempre fuiste más poeta que bohemio de calle, que encontrabas más consuelo en una buena película que en una fiesta ruidosa, ahora te enfrentabas al reto más extraño: celebrarte.
La casa estaba limpia, silenciosa, ordenada como siempre. Pero ese silencio no te abrumó. Lo aceptaste como un escenario dispuesto. Abriste un cajón y sacaste un cuaderno nuevo, intocado, de tapas negras elegantes. Lo colocaste sobre la mesa como quien pone una promesa. No lo abriste aún. Ya habrá tiempo, dijiste con desinterés.
Te vestiste sin prisa, escogiendo una camisa que rara vez usabas: azul cielo, sobria, bella. Y saliste.
En la calle, la ciudad te pareció más amable que de costumbre. La gente caminaba con su urgencia habitual, los carros rugían, los vendedores voceaban, pero tú percibías algo diferente: estabas allí, presente, sin prisa y sin reproches.
Caminaste al «Cine Balandra» como quien regresa a un templo. No elegiste cualquier película. Elegiste esa película: Un tranvía llamado «Deseo», la versión de 1951 dirigida por Elia Kazán, basada en el drama homónimo del norteamericano Tennessee Williams y protagonizada por dos inmortales del cine clásico: Marlon Brando y Vivien Leigh.
Habías postergado ver esa película durante años, siempre esperando verla acompañado. Hoy no. Hoy entraste solo, buscaste un asiento en el centro y esperaste que se apagaran las luces.
Durante la proyección te descubriste sonriendo, no por alguna escena particular, sino por la libertad silenciosa de estar contigo mismo sin necesidad de justificar la soledad.
Saliste del cine ya entrada la tarde, con esa mezcla de melancolía y satisfacción que solo el arte provoca. Nadie te esperaba afuera. Nadie necesitaba saber cómo la habías pasado. Ese era tu espacio, tu tiempo, tu celebración íntima.
Caminaste sin rumbo y, casi sin pensarlo, tomaste el camino hacia el restaurant «Karaokanda», próximo a la plaza donde estaba el cine, en la Av. Vientos del Este. Sabías que llegarías solo, pero aun así fuiste. El establecimiento tenía su ambiente habitual: cálido, rítmico, un poco bullicioso, pero algo familiar.
Te sentaste en una mesa discreta, escuchando a desconocidos dejar sus almas en el micrófono. Ordenaste una copa de vino tinto «Tisdale», ese cuyo sabor te acompaña sin invadirte. Le especificaste a la hermosa camarera rubia que fuera merlot. No cantaste; no hacía falta. Aquella noche estabas allí para observar, para permitir que la vida te rozara sin exigencias.
Luego de varias copas de vino, ocurrió algo inesperado: por un instante te sentiste ligero, como si algo dentro de ti hubiera cambiado de lugar, acomodándose en un sitio nuevo. No fue una revelación ruidosa ni un relámpago. Fue un ajuste: un clic interior. Algo ha cambiado dentro de mí, pensaste. Viste la hora en tu teléfono móvil: la noche había avanzado como hubiera estrenado alas. Decidiste regresar a tu hogar. Solo te tardarías unos quince minutos, pues no era largo el trayecto.
Ya en la casa, encendiste la bombilla del pasillo, te serviste una copa del mismo vino y abriste, ¡por fin!, el cuaderno nuevo. No tenías la intención de escribir un poema ni una reflexión. Solo escribiste tu nombre, la fecha y una línea que nunca habías usado, pero que esa noche surgió sin esfuerzo: «Aquí comienza mi vida No. 2». Y así fue.
No por magia ni por epifanía, sino porque entendiste lo esencial: QUE NO ESTABAS OBLIGADO A REPETIR TU PASADO NI A TEMER TU FUTURO; QUE PODÍAS CAMINAR LIGERO SI SOLTABAS LO QUE YA NO TE PERTENECÍA.
Te quedaste un largo rato en silencio, releyendo en voz alta esas palabras. Y mientras la noche avanzaba despacio, tú empezaste a respirar distinto, como si el aire fuera más tuyo. Ese fue tu verdadero regalo: «No sobrevivir la soledad, sino domesticarla; no temer los años, sino habitarlos; no esperar a otros, sino encontrarte a ti mismo».
Esa noche de su aniversario, cerca de las dos de la madrugada, Rengifo Llagaria comprendió que no había vivido setenta y dos años: apenas había respirado el preludio de todo lo que aún le faltaba por vivir. Sintió que su vida, lejos de cerrarse, recién empezaba a abrirse como una puerta que debía cruzar; del otro lado —intuía— alguien lo esperaba, dispuesto a desterrar la soledad para siempre.
Por Miguel Collado
