Vivimos en una era donde la sospecha ha reemplazado al asombro. En un mundo saturado de contenido inmediato, fórmulas prefabricadas y respuestas automáticas, la creatividad humana —esa chispa impredecible que brota desde las entrañas— se ha vuelto sospechosa. Hoy, si alguien escribe una canción que emociona, pinta un cuadro que duele o publica un libro que deja huella, no se le aplaude: se le cuestiona. “¿Lo hiciste tú… o lo hizo la inteligencia artificial?”
Como si el talento hubiera nacido después del algoritmo.
Como si el alma tuviera que ser programada para poder ser escuchada.
La sociedad se ha podrido, no solo por su dependencia de la tecnología, sino por su progresivo desinterés en lo auténtico. Se nos ha olvidado que antes del “prompt” existía el poema. Que antes de que una máquina pudiera imitar una imagen, un niño dibujaba con crayones monstruos que eran metáforas de su miedo. Se nos ha olvidado que la creatividad no es un truco, es un grito. Es la forma en la que el ser humano ha sobrevivido a su propia oscuridad desde que aprendió a manchar las paredes de una cueva.
Y lo más triste no es que la IA pueda copiar. Lo más triste es que hayamos llegado al punto en que creemos que todo lo que nos conmueve debió haber sido generado. Porque nos cuesta creer que alguien, de carne y hueso, aún tenga algo que decir.
Este es el verdadero síntoma de una sociedad enferma: no que la tecnología avance, sino que la sensibilidad retroceda. Que ya no podamos reconocer el dolor real, la belleza real, el talento real, aunque lo tengamos frente a los ojos. La incredulidad se ha convertido en cinismo. Y el cinismo mata más ideas que cualquier robot.
Pero aún hay quienes escriben con el estómago. Quienes ilustran con su insomnio. Quienes componen con la herida abierta. A ellos no se les puede reemplazar. Porque una máquina podrá imitar una estructura, un estilo, una voz. Pero jamás podrá replicar un alma que arde.
Crear en esta época no es solo un acto artístico. Es un acto de resistencia.
Y resistir… nunca fue para cobardes.
