Las fake news no son un problema digital: son una amenaza directa y comprobable a la confianza democrática en la República Dominicana. Están lacerando la legitimidad de nuestras instituciones, neutralizando el debate racional y fabricando un clima de mentiras que convierte a la política en un campo de linchamientos virtuales. El caso del llamado “acueducto fantasma” de Haina lo demuestra con una crudeza alarmante: la mentira ya no solo engaña a ciudadanos distraídos, también manipula a legisladores y partidos completos.
La Comisión Europea define las fake news como “información verificable, falsa o engañosa, creada o difundida para engañar o causar daño”. Pero en nuestro contexto, la definición se queda corta: aquí, las fake news son un cáncer institucional, un virus que se disfraza de “fiscalización ciudadana” y se propaga con ayuda del famoso algoritmo, ese padrino digital que multiplica seis veces más rápido las falsedades que las verdades. Hoy, el 62 % del contenido en línea es falso y el 86 % de las personas ha estado expuesta a desinformación. En República Dominicana, donde la polarización se volvió un deporte nacional, la duda se normalizó: de cada diez informaciones que leo en X (antes Twitter), de ocho desconfío.
El caso de Haina es una radiografía perfecta del daño. En febrero de 2023, Wellington Arnaud y el INAPA entregaron un nuevo acueducto que triplicó la capacidad de agua potable en el municipio: de 2 millones de galones diarios se pasó a más de 6 millones, con una segunda etapa en marcha para instalar 120 kilómetros de tuberías para que el agua segura llegue a lugares donde nunca ha llegado. Son datos verificables, técnicos y públicos. Pero la narrativa viral fue otra: “no existe el acueducto”, decían. La mentira fue tan convincente que el diputado Antonio Brito, de Fuerza del Pueblo, convocó una rueda de prensa junto a su organización política y luego una fiscalización en la Cámara de Diputados. Quince legisladores viajaron a comprobar el supuesto fraude… y sorpresa, descubrieron que habían sido víctimas del mismo engaño.
Wellington Arnaud, un funcionario que funciona (triplicó el suministro de agua en Haina), fue brutalmente arrastrado al fango de la duda y la ineficiencia. ¿Su “pecado»? No celebrar la inauguración en el lugar más fotogénico, sino en un multiuso, debido a las condiciones del terreno de acceso al acueducto.
Esa simple decisión de logística fue suficiente para que mentes creativas, impulsadas por el algoritmo que premia la indignación, además de una intensión malsana de sectores políticos, casi lo convierten en un ineficiente mentiroso. Lo que se difunde no es la verdad del antes y después (seis millones de galones vs dos millones), sino la narrativa fácil y polarizadora de la mentira gubernamental. De esta forma, la fake news no solo atacó una obra vital; convirtió a un servidor público efectivo en una víctima de la desconfianza generalizada, poniendo en dudas la confianza en todas las demás instituciones.
Las fake news no solo desinforman: ridiculizan la verdad, contaminan la opinión pública y desarman la confianza institucional, erosionando la democracia y destruyendo la sociedad civilizada.
Los algoritmos premian la indignación, no importa que tan justificada sea, a eso le sumamos una estructura de comunicación estatal incapaz de responder con datos y un ecosistema político (oposición) que prefiere el ruido a la verificación. Haina no es una anécdota local: es un síntoma nacional. Si un acueducto real puede ser negado ante cámaras y micrófonos, ¿qué esperanza le queda a la verdad en una campaña electoral?
Estamos en alerta roja, la desinformación está dañando reputaciones y destruyendo sin piedad la infraestructura invisible que sostiene a toda democracia: la confianza.
Porque cuando la mentira se vuelve más creíble que los hechos, el país deja de discutir ideas y comienza a creer en fantasmas.
