“La peor pandemia no es biológica, sino moral”.
Albert Camus. (La Peste)
En diciembre del 2019 las agencias de prensa internacionales alertaban sobre un brote de neumonía que se había originado en Wuhan China, alegando un desencuentro entre un murciélago y un humano .El 11 de marzo del 2020 a regañadientes, la OMS declara un mundo en pandemia, el enemigo era el un virus bautizado como COVID 19. Se suspendían vuelos, Roma dejo de ser eterna, de Madrid ya no se llegaba al cielo, Nueva York perdía el insomnio y se acostaba con las gallinas.
Hacía diez días que en RD, a Claudio Pascualini Gil lo presentaban a la prensa desde el Hospital Militar Ramón De Lara, a través de un cristal levantaba su mano con un efusivo saludo cual reina de belleza en desfile de carroza, una nimia bata quirúrgica hacia un fallido esfuerzo para compaginar el globoso abdomen con la hendidura posterior y el indiscreto color de los calzoncillos. El Ministerio de Salud Pública lo declaraba oficialmente como el primer caso de COVID 19, el paciente cero. El pueblo dominicano lo bautizó como “El Italiano”.
Paralelamente desde la misma, geografía y con la alegría de “volvió juanita”, esparciéndose, como uno de los aviones del 911, brota en Villa Riva, la Corona Doña. San Francisco de Macorís, se convertía en una caldera viral, una farola apremiante, que empezaba a proyectar, el vaho de la muerte. Entonces comenzó el encierro.
El planeta se enmascaró, las N95 eran siglas que nos tapaban las bocas y los dientes apretados, las miradas resaltaban, como focos de luz, proyectando los sollozos del alma. De repente las viñetas carecían de gracia, los médicos , convidados por la incertidumbre nos enfundábamos, la fragilidad entre Hazmats y viseras, bajábamos al averno, Después del regreso del Hado, ritualizamos el retorno al hogar , con los ojos nublados y las ropas emponzoñadas, inventamos estériles marquesinas, como camerinos de miedo. Los abrazos se paralizaban en los codos. Y los besos, ¡Ay los besos, dizque se convirtieron en armas letales! Nos acostumbramos a los reportes matutinos y los “Buenos Días ministro”, las listas de Excel, expresaban números de contagios y seres humanos muertos.
Nos supimos vulnerables, nos conocimos soberbios, declaramos que los viejos eran material gastable, púes, ya habían vivido lo suficiente. Nos creímos solidarios compartiendo viandas y frasquitos de gel con alcohol. Asistimos a las urnas, guardando lejanías y cambiamos de gobierno. Establecimos distancias, añoramos cercanías, con encierros y cuarentena, ebullía la patanería y del hartazgo se pasó a la abulia. El virus se trocó inmoral, talla grande, clandestino y antipático.
Surgieron brebajes y sectas, pócimas milagrosas, medicamentos y panaceas tan eficaces qué la ciencia fulminaba a la vuelta de dos esquinas. Mas, un día allá a lo lejos, unos magos con pipeta y fondos de botella, enfocando microscopios, recordaron al planeta que ellos se habían preparado por años, como Noé para el diluvio, buscaban vacunas para destronar al SARS murciélago y su funesta corona. Entonces la ilusión tuvo un mantra “llegar vivos a la vacuna“.
Nos inventamos una subsistencia, y un léxico distante se hizo cotidiano, descubrimos que las PCR no llegaban de París, con las cigüeñas sino en las muelas de las garzas y que los hisopos tenían uñas, que arañaban el cerebro .Los abrazos de Galeano se velaron de las paredes, de las calles, de la gente.
Se nos pasmó la vida, el zoom virtuoso de la realidad virtual, era solo suficiente para conferencias y salones de clases, pero se ausentaron de las manos los “engranojos” de pieles redondeadas de turgencia; de los ojos: las pupilas dilatadas, de los besos, el delirio de la respiración.
Justo al año del autismo planetario, en la carrera loca de las vacunas, se completaron las fases aprobándose con urgente rapidez. Entre dudas y certezas “arrancaba Asia a moler” más atrás le siguió el primer mundo con su desigual provecho, acapararon las inyecciones en sus almacenes mercantiles para poder distribuir a su antojo la magistratura de las muertes de sus súbditos.
Pero el universo no desampara a los hijos de dioses menores y Krishna se compadeció de Quisqueya, más atrás le siguió China, desde las antípodas del mundo se embalaron miles de dosis en viales con “Agüita de Vida”.
Nos tocó pronto la inmunización pues siempre estuvimos en primera, una dosis del virtuoso líquido penetró en mi brazo dispuesto, una honda emoción se liberó en mi corazón, pensaba: Lo logramos, llegamos a la vacuna, sobrevivimos a esto exponiendo nuestras vidas, sin escondernos, presenciando tanta muerte de mano de la incertidumbre. Se iniciaba el camino de poder llegar a casa sin pregúntame ¿será hoy, que infectaré a mi esposa, a mis hijos, a mi madre o a mis hermanos, a mi nieto? Luego una enorme alegría, esa sensación de “haberle hecho la carta a los reyes y ponerle yerba a los camellos”
Por ser casi todos galenos se fue vacunando casi toda mi familia y pronto el premio de llevar a mi querida madre, quien, justo el día de su cumpleaños 84 y un año de vivir aislada, en ausencia de colores del arcoíris. Recibía su Agüita de Vida, me tragué los sollozos porque había demasiada gente y soy de la generación de “los hombres no lloran”.
Llegué a mi casa con la vista empañada, no tuve que desnudarme en la marquesina, me senté y empecé a pensar en mis colegas, en mis pacientes, en mis amigos que lucharon, los que se fueron y entonces, en la soledad de mi existencia, solté los sollozos que habían estado guardados por aquellos que no tuvieron “Agüita de Vida”. El año que vivimos sin abrazos.
Por Carlos H. García Lithgow
