“El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno.”
El amor fue, sin duda, la palabra más pronunciada del siglo pasado. Como ocurre con todo signo lingüístico, el tiempo le ha ido moldeando su forma y su significado. Hoy, el amor se invoca para hablar de casi todo: desde una marca de zapatos hasta una relación de pareja. En esta era de vínculos líquidos, el amor parece cada vez más ligado a lo material, a lo inmediato, a lo que se puede mostrar.
Yo, con dos pedazos de hielo en el estómago, fui puesto a prueba por un profesor. Ya conté esa historia en un artículo anterior. Pero me sigue rondando la pregunta: si el amor no se ve ni se toca, ¿en qué campo existe? ¿Dónde lo intuimos? ¿Será en el estómago, donde revolotean las mariposas? ¿En las piernas, cuando se aflojan al ver a quien nos gusta? ¿O en la lengua, que tartamudea buscando una palabra que provoque una sonrisa?
No sabes cómo necesito tu voz;
necesito tus miradas,
aquellas palabras que siempre me llenaban,
necesito tu paz interior;
necesito la luz de tus labios…
— Mario Benedetti
El doctor Calixto, neurocientífico mexicano, explica el funcionamiento del cerebro enamorado cantando baladas del Divo de Juárez. Y aunque su método es poco ortodoxo, sus hallazgos son reveladores. El enamoramiento —que no debe confundirse con el amor— activa al menos diez áreas del cerebro, entre ellas el giro del cíngulo, que interpreta emociones, dolor y percepción. También se activan las neuronas espejo, esenciales para aprender observando. Son las que nos permiten sentir lo que el otro siente: si la persona que amamos llora, lloramos con ella. Según Calixto, la edad óptima para que estas neuronas aprendan a amar está entre los 29 y 32 años.
Pero hay un dato inquietante: no necesita ser correspondido para amar, pero este amor produce dolor. Y ese dolor tiene una explicación neurológica. Al amar, le damos al otro el poder de herirnos. El cerebro enamorado libera picos de dopamina que pueden alcanzar niveles de 120 a 150 unidades, similares a los que se producen con ciertas drogas. Por eso el amor puede volverse adictivo: placer, recompensa, motivación… y también abstinencia.
La biología tiene sus propios códigos. Los genes, dicen los científicos, “eligen” a otros genes distintos para garantizar la diversidad. Lo que en la calle se resume como “los opuestos se atraen”, la ciencia lo llama complejo mayor de histocompatibilidad (MHC).
Y si hablamos de atracción, no podemos ignorar el olfato. Gastamos fortunas en perfumes: uno para la oficina, otro para la noche, uno más para ocasiones especiales. Admito que me deleita llevar un buen perfume, o percibirlo en alguien más. Pero más allá del marketing, hay una razón biológica: el cuerpo, al enamorarse, libera compuestos volátiles —el llamado “sudor emocional”— que reflejan nuestro estado hormonal y nuestra compatibilidad genética. El olor, aunque invisible, es lenguaje.
La literatura lo ha sabido desde siempre. En Fragancia, de Paul Richardot, los olores son clave para resolver un crimen. En La mujer habitada, de Gioconda Belli, el olor de ella se convierte en símbolo de tierra, fruta y memoria ancestral. El cuerpo femenino, en estas narrativas, no solo se ve: se huele, se recuerda, se habita.
A veces tengo ganas de ser cursi para decir: La amo a usted con locura.
A veces tengo ganas de ser tonto para gritar: ¡La quiero tanto!
A veces tengo ganas de ser niño para llorar acurrucado en su seno.
Después de recorrer estos paisajes poéticos y científicos, volvemos al terreno de los datos. En el artículo anterior, con enfoque cuantitativo, vimos que la generación actual enfrenta más rupturas, más infidelidades, más dificultades para construir relaciones duraderas. Y sí, las mujeres parecen llevar la peor parte. No por falta de deseo, sino por exceso de logros: hoy lideran la matrícula universitaria y técnica en República Dominicana. Y eso, paradójicamente, las aleja dñel ideal romántico tradicional.
La sociedad aún no sabe qué hacer con una mujer poderosa. Mientras un diputado puede casarse con una camarera sin escándalo, una mujer con el mismo rango difícilmente se casaría con un camarero sin ser juzgada. Los nuevos influencers repiten que no se debe amar a alguien “por debajo” de ti, pero esa lógica solo se aplica a ellas. A los hombres, en cambio, se les permite buscar “cosas más profundas”.
Como simple objeto del amor —porque también he amado con locura y he sufrido por ello— solo puedo decir que la perfección no existe. Y menos en el amor. La gente perfecta es aburrida. Y la sociedad, siempre hambrienta de chismes, no perdona a quien ama sin pedir permiso.
Yo no quiero morirme sin saber de tu boca.
Yo no quiero morirme con el alma perpleja
sabiéndote distinto, perdido en otras playas.
— Nicolás Guillén
