En el mundo actual, vivir sin conexión a Internet equivale, para muchos, a estar aislado del resto de la sociedad; desde estudiar, buscar empleo o pagar una factura, hasta expresar opiniones en redes sociales, casi todo se gestiona en línea, por eso, cada vez más organismos internacionales y gobiernos nacionales coinciden en algo: negar el acceso a Internet no es solo una desventaja técnica, sino una forma de excluir a las personas de sus derechos más básicos.
De hecho, según la CEPAL, en América Latina el 45 % de la población carece de banda ancha, lo que evidencia un “déficit democrático”: quien no se conecta, ve limitada su educación, su trabajo e incluso su voz en la sociedad; esta carencia no solo marca una diferencia tecnológica, sino que profundiza desigualdades sociales: quien no está conectado tiene más dificultades para estudiar, trabajar, informarse o participar en debates públicos, es lo que algunos expertos han llamado un “déficit democrático”; si no se garantiza la conectividad, hay derechos que simplemente no se pueden ejercer plenamente.
Por eso, la idea de reconocer el acceso a Internet como un derecho fundamental ha ido tomando fuerza; no se trata solo de tener Wi-Fi o datos móviles, sino de que ese acceso sea visto por el Estado como un servicio básico, al igual que el agua o la electricidad. En 2016, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU reafirmó que los derechos que las personas tienen en el mundo real deben protegerse también en el mundo digital, condenando cualquier corte deliberado del servicio de Internet.
Muchos países han respondido con leyes concretas. Por ejemplo, en 2009, el Consejo Constitucional de Francia declaró que interrumpir la conexión a Internet violaba la libertad de expresión; Finlandia, en 2010, estableció que cada ciudadano debía tener acceso a una conexión mínima, y luego aumentó esa velocidad por ley; en Costa Rica, México, España y Perú también se han dado pasos legales firmes para que el acceso a Internet sea garantizado por el Estado, incluso de manera gratuita en espacios públicos.
La tendencia es clara: lo que antes se consideraba un lujo, hoy es una necesidad. Incluso naciones fuera del entorno occidental han reconocido este derecho; Estonia lo hizo desde el año 2000; en India, la Corte Suprema sostuvo que el Internet es necesario para ejercer libertades constitucionales. Cada país lo aborda a su manera, pero con un objetivo común: que nadie quede desconectado por ser pobre o vivir lejos de una ciudad.
En este contexto, Colombia ha dado un paso clave. En 2023, la Corte Constitucional emitió una sentencia (T-372) que marca un antes y un después, estableció que el acceso a Internet es un derecho fundamental de todos los colombianos, y que el Estado está obligado a garantizarlo, sin cortes arbitrarios; el fallo se originó a raíz de una acción judicial presentada por varias organizaciones, tras los apagones de Internet registrados durante las protestas del Paro Nacional en 2021, sobre todo en barrios populares de Cali.
Durante esas manifestaciones, muchos ciudadanos denunciaron interrupciones del servicio justo cuando se intensificaban las protestas; aunque no se comprobó una orden directa del gobierno para bloquear la conexión, la Corte criticó duramente que las autoridades no informaran con claridad lo que estaba ocurriendo; ese silencio –afirmó el tribunal– vulneró derechos como la libertad de expresión, de reunión y de información.
El fallo fue contundente: ninguna autoridad puede cortar el acceso a Internet por razones de orden público sin una base legal clara. Y aun si existiera esa base, solo en situaciones excepcionales podría justificarse una interrupción, siempre bajo control judicial; además, la Corte ordenó al Ministerio de Defensa, al MinTIC y a la Agencia Nacional del Espectro investigar los hechos ocurridos en Cali y regular el uso de dispositivos que bloquean señales de manera indiscriminada.
La reacción de la sociedad civil fue positiva; organizaciones como la Fundación Karisma y la FLIP celebraron la sentencia como una victoria ciudadana; expertos en derecho digital la catalogaron como un avance histórico para la protección de la libertad en línea. También se valoró que el fallo no solo sanciona lo que ocurrió, sino que marca una ruta para evitar que vuelva a pasar.
Pero más allá de lo jurídico, ¿qué significa esto para los colombianos de a pie? En la práctica, se espera que el gobierno invierta más en infraestructura para llevar conexión a las zonas rurales y a los barrios más excluidos; actualmente, solo el 60 % de los hogares colombianos tienen acceso a Internet, con grandes diferencias entre zonas urbanas y rurales; ya se han instalado más de mil zonas Wi-Fi gratuitas, pero ahora, con este respaldo de la Corte, estos programas deberán extenderse y consolidarse como política de Estado.
Finalmente, lo que queda claro es que esta sentencia no solo responde a un caso puntual, sino que redefine la relación de los ciudadanos con el Estado en el entorno digital; a partir de ahora, cada interrupción del servicio, cada falta de cobertura o cada intento de censura puede ser denunciado como una violación de derechos fundamentales; es un cambio de paradigma: conectarse a Internet ya no es un privilegio, es un derecho. Y garantizarlo no es una opción política, sino una obligación legal y moral.
