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19 de diciembre 2025
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OpiniónJavier DotelJavier Dotel

¿Dónde está Dios cuando sufrimos?

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El dolor humano siempre ha sido un misterio que desafía tanto la razón como la fe. Cuando la tragedia golpea, cuando la enfermedad invade el cuerpo, cuando el ser amado muere sin explicación, surge la misma pregunta que atraviesa los siglos: ¿Dónde está Dios cuando sufrimos? Muchos lo buscan entre los escombros de la vida, entre lágrimas, hospitales, cárceles y cementerios, tratando de entender cómo un Dios bueno puede permitir tanto sufrimiento. Pero la respuesta no se encuentra en la ausencia de dolor, sino en la presencia de Dios en medio del dolor.

El sufrimiento no discrimina. Llega a ricos y pobres, justos e injustos, creyentes e incrédulos. Puede venir en forma de catástrofe natural, como los huracanes que destruyen ciudades enteras, o en forma de tragedia humana, como los conflictos bélicos que arrasan pueblos y familias.

También puede manifestarse en el silencio de una cama de hospital, en la soledad de una separación, o en el llanto silencioso de quien ha perdido el sentido de vivir. Sin embargo, en cada escenario, la pregunta sigue siendo la misma: si Dios es amor, ¿por qué permite que suframos?

El error de muchos está en pensar que el sufrimiento es la prueba de que Dios se ha apartado, cuando en realidad, muchas veces, es la evidencia de que Él sigue obrando. Dios no prometió un camino sin espinas, sino una compañía constante en medio de ellas. El salmista declaró: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Salmo 23:4). Esa es la esencia del mensaje divino: no estás solo en tu dolor. Dios no observa desde lejos; camina contigo, sufre contigo y te sostiene cuando ya no puedes más.

Muchos buscan explicaciones filosóficas o científicas para justificar el sufrimiento, pero el creyente verdadero busca a Dios. No lo hace con reproche, sino con fe. La Biblia nos enseña que el sufrimiento tiene propósito. No es castigo ciego ni casualidad cruel, sino un instrumento de transformación. Dios dijo en Isaías 48:10: “Te he escogido en horno de aflicción”. Es en la prueba donde el oro del carácter se purifica, donde la fe se fortalece y donde el alma aprende a depender completamente de Dios. El fuego no destruye al que confía en el Señor; lo refina.

El sufrimiento, desde la óptica evangélica, no es el final de la historia. Es el escenario donde se revela el poder redentor de Cristo. Cuando los discípulos vieron a Jesús crucificado, pensaron que todo había terminado. Pero fue allí, en el clímax del dolor, donde Dios mostró su mayor obra: la salvación del mundo. En la cruz, el Hijo de Dios no fue indiferente al sufrimiento humano, sino que lo abrazó, lo vivió y lo venció. “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5). Cristo no sólo entiende tu dolor; lo redimió para darte vida.

Muchos preguntan por qué Dios no impide el sufrimiento. Pero si Él quitara todo dolor, tendría que quitar también la libertad del hombre, y sin libertad no existiría el amor. Dios permite el sufrimiento porque, en su sabiduría perfecta, sabe que a través de él nacen cosas que la comodidad nunca podría producir. Nadie madura en un jardín de rosas; se crece en el desierto, se aprende en la noche oscura, y se conoce verdaderamente a Dios en el quebranto. Job, después de perderlo todo, exclamó: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven” (Job 42:5). El sufrimiento no le robó a Job la fe; le dio una revelación más profunda del Dios que nunca lo abandonó.

Jesús nunca prometió una vida sin problemas, pero sí aseguró su presencia inquebrantable. Dijo en Juan 16:33: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”. Estas palabras no son una resignación, son una victoria. El cristiano no se define por la ausencia de dolor, sino por la esperanza que lleva en medio de él. Cada lágrima tiene un propósito, cada herida tiene una enseñanza, y cada noche tiene una aurora. Cuando todo parece perdido, la fe susurra: Dios sigue aquí.

He visto personas que, en su sufrimiento, se alejaron de Dios porque no entendieron su proceso. Pero también he visto hombres y mujeres que, en medio de la pérdida, hallaron la gloria del consuelo divino. El dolor tiene el poder de revelar quién eres realmente y, más aún, quién es Dios para ti. Hay quienes descubren su propósito en el quebranto, quienes encuentran su llamado entre lágrimas, y quienes aprenden a orar de rodillas cuando ya no tienen fuerzas para estar de pie. Dios no desperdicia el sufrimiento de sus hijos; cada lágrima es una semilla que dará fruto en su tiempo.

El apóstol Pablo, que conoció el dolor más que nadie, escribió: “De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida” (2 Corintios 4:12). Él comprendió que el sufrimiento del creyente no es destrucción, sino instrumento de edificación para otros. Tus heridas pueden ser las puertas por donde otros vean la gracia de Dios. Tu historia puede ser el testimonio que salve a quien hoy está desesperado. Por eso Pablo también dijo: “Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28). Aun lo que duele, aun lo que hiere, aun lo que parece injusto, Dios lo transforma para bien.

Quizás hoy no entiendas lo que estás viviendo. Quizás no veas salida, ni propósito, ni esperanza. Pero recuerda esto: la ausencia de respuestas no significa ausencia de Dios. Cuando todo calla, Él sigue hablando. Cuando todo parece oscuro, su luz aún brilla. Cuando todos te abandonan, Él sigue contigo. En los momentos más difíciles, cuando el alma se quiebra, Dios se acerca más. David lo dijo con certeza: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu” (Salmo 34:18).

Por eso, cuando la vida te hiera, no busques culpables, busca a Dios. Él no siempre quita la tormenta, pero sí calma al hijo que confía en Él. No siempre cambia las circunstancias, pero siempre transforma al que se rinde a su voluntad. No siempre explica el porqué, pero siempre acompaña con su amor. El creyente maduro aprende que la fe no se mide cuando todo va bien, sino cuando el cielo parece cerrado. Es allí, cuando la oración sale entre sollozos, donde se forja el carácter de un verdadero hijo de Dios.

El sufrimiento no es la señal del abandono divino; es el escenario donde se revela su fidelidad. Cuando entiendas esto, descubrirás que el dolor no te aleja de Dios, sino que te acerca a Él. Y aunque no siempre sepas por qué estás sufriendo, puedes estar seguro de una cosa: Dios está contigo, obrando silenciosamente, preparando una gloria que no se compara con el presente. “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Corintios 4:17).


El autor es Doctor en Teología.

Por: Javier Dotel.

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