La guerra en Gaza vuelve a recordarnos cuán frágil es la paz cuando el corazón humano se deja dominar por el odio. Las ciudades se reducen a escombros, los niños lloran sin entender la causa de su sufrimiento y el mundo entero observa impotente cómo la violencia consume lo que un día fue tierra de promesas. Sin embargo, en medio del polvo y del estruendo, la fe sigue respirando.
Dios no ha abandonado la historia; sigue escribiendo capítulos de esperanza entre las ruinas.
El Señor no es un espectador lejano. Él es el Dios soberano que hace cesar las guerras hasta los fines de la tierra. Los conflictos de Medio Oriente no son ajenos a su mirada. Todo lo que ocurre en esa región forma parte del escenario profético que conduce al cumplimiento de su Palabra.
Por eso, aun en medio del dolor, el creyente debe mirar más allá de los titulares y entender que detrás de cada acontecimiento hay un propósito divino que avanza silenciosamente hacia el cumplimiento de los tiempos.
En este contexto turbulento se levanta la figura del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, cuyo protagonismo diplomático abrió una ventana real a la normalización con naciones árabes y elevó el debate sobre la paz regional. Los Acuerdos de Abraham marcaron un antes y un después al normalizar relaciones entre Israel y Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Sudán y Marruecos, creando corredores de cooperación que parecían impensables y que cambiaron el clima estratégico.
En la hora presente, el presidente Trump también ha impulsado una hoja de ruta específica para Gaza que, sin renunciar a la seguridad de Israel, plantea una salida que dignifique la vida del pueblo palestino. El plan de veinte puntos enfatiza la no expulsión forzada, el compromiso de Israel de no ocupar ni anexar Gaza, la desradicalización efectiva y la reconstrucción del enclave para beneficio de sus habitantes. Tales lineamientos, discutidos internacionalmente, vuelven a colocar la palabra paz en el centro de la agenda.
A la luz de la teología bíblica, estos movimientos recuerdan que Dios usa instrumentos humanos, aun imperfectos, para empujar la historia hacia sus fines eternos. El corazón del rey está en la mano de Jehová; como los ríos de agua, a todo lo que quiere lo inclina. Cuando un gobernante decide favorecer la paz, consciente o no, se vuelve un canal a través del cual Dios abre caminos donde antes había muros. La Escritura no canoniza a los líderes, pero sí reconoce que el Altísimo gobierna en el reino de los hombres y da la autoridad a quien Él quiere, y cuando la usa en favor de la paz, el pueblo de Dios debe discernir los tiempos y orar con mayor fervor.
No obstante, la diplomacia humana, por más audaz que sea, no puede lograr por sí sola la paz que dura. Solo Cristo es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno derribando la pared intermedia de separación. Mientras el mundo firma acuerdos, Dios ofrece la única paz que transforma de raíz: la reconciliación del hombre con su Creador. La verdadera guerra no se libra únicamente en Gaza, sino en el corazón humano endurecido por el pecado. Sin el nuevo nacimiento, los tratados apenas contienen el fuego, pero no extinguen la chispa que lo provoca.
Dios está presente en medio del dolor. No se esconde entre los escombros ni se aleja del clamor del inocente. Jesús lloró ante la tumba de Lázaro, y su compasión permanece sobre cada madre que llora a sus hijos. El Espíritu Santo consuela, restaura y sana las heridas que deja el odio. Cuando la humanidad destruye, Dios reconstruye. Cuando la violencia siembra muerte, Dios planta esperanza. Él no ha perdido el control del mundo, aunque el mundo haya perdido el control de sí mismo.
Los avances que procuran líderes como el presidente Trump deben animar a la Iglesia a redoblar su intercesión. La tarea del Cuerpo de Cristo no es ser comentarista de guerras, sino protagonista de la paz. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Cada oración elevada al cielo, cada gesto de compasión, cada palabra de reconciliación es un ladrillo invisible que edifica el Reino de Dios en la tierra. Los acuerdos pueden detener disparos, pero solo el perdón detiene el odio. La paz no es mera ausencia de conflicto; es presencia de justicia, verdad y misericordia en corazones transformados.
El polvo de Gaza es también el polvo del corazón humano. Es el recordatorio de que sin Dios todo se derrumba y con Él todo puede renacer. Así como el Señor sopló vida sobre el polvo para formar al primer hombre, puede soplar nuevamente sobre esa tierra devastada y despertar una generación que conozca la paz. Su Espíritu no ha dejado de moverse. En medio del estruendo todavía se escucha una voz que dice no temas porque yo estoy contigo.
La Iglesia debe orar por Israel y por Gaza a la vez, clamando para que de Sion salga la ley y de Jerusalén la palabra de Jehová, y para que la gracia alcance a cada palestino y a cada israelí. El día vendrá en que las espadas serán convertidas en arados. Hasta entonces, perseveremos en clamar por los que negocian, por los que reconstruyen, por los que median y por los que sufren. Oremos por los gobernantes, para que se afirmen las decisiones que conducen a la justicia y a la paz, y para que todo intento de reconciliación que se alinee con la verdad fructifique más allá de lo que los hombres pudieran imaginar.
Gaza sigue cubierta de polvo, pero sobre ese polvo camina el Dios de la esperanza. El mismo Jesús que lloró sobre Jerusalén extiende hoy sus brazos sobre las naciones heridas, invitándolas a reconciliarse con Él. Solo en su presencia la paz será completa y solo bajo su señorío cesarán las guerras. Mientras llega ese día, proclamemos con fe que Jehová dará poder a su pueblo y bendecirá a su pueblo con paz, y celebremos todo paso real hacia la paz duradera, sabiendo que la historia no la escriben finalmente los ejércitos, sino el Dios que reina.
Por: Javier Dotel.
El autor es Doctor en Teología.
