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28 de diciembre 2025
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OpiniónJabes RamírezJabes Ramírez

Dilema de la desinformación

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Cualquier persona medianamente observadora pudiese y debiera concluir, incluso, que la desinformación es un elemento característico del tipo de comunicación y periodismo que se está ejerciendo hoy día. Desinformar no es estrictamente una intención, sino un criterio que ha formado parte integral de la humanidad. La diferencia entre el ayer y el hoy son los medios con lo que contamos para desinformar. De paso, pudiésemos estar de acuerdo con que es un mal que debe ser combatido, el cual requeriría una respuesta conjunta para hacerle frente. El problema radica en que, a pesar de que las conclusiones serán las mismas la intención con las que se abordan difieren.

La pregunta sería en este contexto qué es la desinformación; cómo influye la desinformación en los procesos sociales; qué consecuencias tiene para la estabilidad política la búsqueda de mitigación de ese fenómeno; cómo puede abordarse de forma en que los actores asuman cada uno la responsabilidad que les toca. Y más importante aún, cómo puede una estrategia estatal resultar atractiva para una sociedad donde el ambiente político siempre juega un papel negativo con respecto a la honestidad de un manejo de la información de forma oportuna. Este sería el gran reto para la clase política, sin distinción partidaria alguna.

La desinformación es la difusión intencionada o no de contenidos que apelan a la mentira y a la falsedad, manipulados o descontextualizados con el único propósito de alterar la percepción de la realidad. A diferencia de un simple error informativo, la desinformación suele ser estratégica y persigue influir en las decisiones colectivas, moldear opiniones o desacreditar actores con bastante especificidad. En la era de la digitalización, las redes sociales han amplificado su alcance, convirtiendo cualquier mensaje viral en una posible herramienta de manipulación; basta con la intención colectiva de convertir algo en tendencia, y de inmediato la cantidad de reproducciones pasan a ser referentes de realidad o falsedad. La realidad ahora se sujeta sobre la capacidad cuantitativa que tengan los contenidos, reconfigurando el terreno donde se decide la verdad.

La desinformación es un fenómeno impacta los procesos sociales, puesto que fragmenta el tejido de la confianza entre los ciudadanos y las instituciones. Genera polarización, alimenta prejuicios y promueve la creación de burbujas informativas donde las personas solo consumen aquello que reafirma sus creencias. Víctimas de un sesgo de confirmación, se dificultan los consensos sociales y se debilita la cohesión necesaria para el desarrollo democrático. La desinformación tiene la capacidad de distorsionar las causas de los problemas de índole públicos, desviando la atención hacia falsos culpables o soluciones inviables. En consecuencia, no solo motoriza la deformidad de los debates sociales, sino que obstaculiza la construcción de un entorno ciudadano que apele a la crítica y a la responsabilidad.

República Dominicana vive en carne propia una transición complicada, puesto que la búsqueda de mitigar la desinformación puede generar tensiones significativas, especialmente cuando una mala comunicación se combina con una reincidencia conductual que empuja a las sociedades a interpretar censuras o control estatal de la información.  En democracias frágiles, los esfuerzos por regular contenidos suelen ser leídos como intentos de limitar la libertad de expresión, lo que puede provocar una desconfianza hacia los gobiernos. Sin embargo, la inacción también trae consigo costos importantes. Un ecosistema mediático saturado de falsedad erosiona legitimidad institucional y favorece la manipulación electoral. Por tanto, el desafío radica en equilibrar el combate de la desinformación con la preservación de los derechos fundamentales. Nuestra estabilidad política dependerá de la transparencia con que se implementen las políticas y los consensos sociales en torno a la necesidad de proteger la verdad como un bien público.

El abordaje de este fenómeno requiere un enfoque corresponsable donde sea el Estado, medios, plataformas digitales y ciudadanía asuman roles claros y bien definidos. El Estado debe garantizar los marcos regulatorios y promover la alfabetización mediática desde la educación formal. Los medios, por su parte, tienen la obligación ética de verificar, contextualizar y no convertirse en eco de rumore o intereses partidistas. Las llamadas plataformas deben hacer consciencia de su rol dentro de la sociedad, actuando con responsabilidad en la moderación de sus contenidos. En cuanto al ciudadano, deben ejercer un consumo crítico de la información, reconociendo que la verdad no se comparte por impulso, sino que se construye con criterio. Solo mediante corresponsabilidad se puede transformar la desinformación en una oportunidad para fortalecer la cultura democrática.

Para que una estrategia estatal de lucha contra la desinformación nos resulte atractiva y creíble ante una sociedad escéptica (con sus razones) debe partir de la transparencia y la participación de todos. Tomando en cuenta que la participación de un todo debe ser motorizado por el Estado. En un contexto donde la política esta asociada al oportunismo o la manipulación, la confianza se gana demostrando coherencia entre lo que se dice y cómo se acciona. Las políticas promovidas desde el Estado no tendrán un efecto contrario mientras sea el mismo Estado el promotor primero de la desinformación. Esa es la parte del diálogo que no les gusta a los países donde hoy se debaten este tipo de regulaciones. Se convierte en un dilema complicado que, quienes estén llamados a predicar la transparencia informacional, a la vez que son los llamados a la promoción de iniciativas públicas en ese sentido, sean quienes más y mejor practiquen la desinformación.

Por Jabes Ramírez

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