Hoy me siento contento, jubiloso; tanto así, que celajes momentáneos de felicidad van y vienen en mi cabeza, y no es para menos.
Estoy que hasta me río y hablo solo (y mejor que Lola antes de las tres).
Respondo todas las llamadas, sin importar quién sea ni de dónde vengan; a todo el que pasa por mi lado lo saludo con agrado, con afecto, lo abracé y lo brinqué.
Y a los amigos que de lejos alcanzo a ver, les abro mis brazos, los mangueo, los voceo, les pito, los silbateo y les hago una bulla.
Lo cierto es que no quepo en mi cuerpo, no hay ropa que me sirva; la alegría me desborda, se me brota por los poros.
Voy cuadroso y echando vaina, tal si fuera yo la última Coca-Cola del desierto.
Y es que hoy pude ver a una hermosa mujer… ¡Dios, un encanto de mujer!, que disparó mi frecuencia cardíaca, se me secó la boca y se me anudó la garganta.
Quise decirle algo, desahogarme, pero nada me salió.
Solo me saboreaba, imaginando y pensando en ese exuberante manjar; sentí que algo en mí resucitó como Lázaro.
—¿Qué le pasa, mi Don? ¿Se encartuchó? —ella, sonriendo, me preguntó, al tiempo de decirme—: ¡Dispare! sin miedo. Tírele a todas las palomas, que la que no cae, se va herida.
Que aunque usted se ve de paca, todavía aguanta un par de lavaditas, a mano o en la lavadora.
Ahí fue que me apreté: el pájaro de alto vuelo volvió a ser un pichón sin alas ni aliento, sucumbió ante ese cromo de mujer.
