La muerte de mi madre en el Instituto Nacional del Cáncer Rosa Emilia Sánchez Pérez de Tavares (Incart) no solo me deja un vacío personal imposible de llenar, sino también una indignación profunda hacia el sistema hospitalario público que, lejos de ser un refugio para los más vulnerables, se ha convertido en un laberinto de trabas, indiferencia y burocracia mortal.
Todos sabíamos, y los médicos también, que ella padecía un cáncer de hígado. Pero el protocolo exigía una biopsia para ingresarla y comenzar un tratamiento. Esa exigencia, absurda en su rigidez, se convirtió en una sentencia: las citas se daban a meses de distancia, se cancelaban una y otra vez bajo la excusa de huelgas en el centro, y mientras tanto la enfermedad avanzaba sin freno. Para colmo, cuando finalmente nos dijeron que había que hacer la biopsia, la respuesta fue aún más desalentadora: el aparato estaba dañado y no sabían cuándo lo iban a arreglar.
¿Es posible que un hospital especializado en cáncer, que recibe cientos de pacientes al día, no tenga un plan alternativo para un procedimiento vital como una biopsia? Más aún: ¿cómo es posible que, viendo a una paciente con diagnóstico presuntivo de cáncer, no se le administren medicamentos paliativos, ni se le ingrese para hacerle los estudios desde adentro, con la urgencia que la vida demanda? El sistema la condenó a dar vueltas inútiles mientras el tumor crecía y su cuerpo se deterioraba.
Lo más desgarrador fue la atención en emergencias. En múltiples ocasiones la llevamos buscando auxilio inmediato, y lo único que recibía era un suero para ser despachada de nuevo a casa. Yo pedía que la dejaran ingresada; suplicaba que le drenaran el líquido que le inflaba el abdomen, y la respuesta era la misma: “hay que esperar que la barriga esté más grande”. No había un plan de manejo, no había medicamentos dirigidos al tumor, no había humanidad. Solo excusas, papeleo y negligencia.
Lo más frustrante es que ni siquiera valió la pena usar mis relaciones e influencias para intentar ingresarla y lograr que la atendieran. Si a mí, con recursos y contactos, me fue imposible abrir una puerta, ¿qué será del pobre que no puede hacer una llamada a alguien influyente? ¿Qué esperanza le queda al que depende enteramente de la buena voluntad del sistema?
A todo esto se sumó un episodio que mi madre me contó con lágrimas: una doctora, en lugar de tratarla con compasión, le dijo de forma agresiva que lo que tenía era un cáncer y que se quedara tranquila. Ese comentario, lejos de ser un acto médico responsable, fue una sentencia emocional que la desmoralizó y la bloqueó mentalmente. Un paciente que lucha contra una enfermedad necesita esperanza, respeto y cuidado humano, no palabras que hieren más que la propia dolencia.
Mi experiencia no es un caso aislado: es el reflejo de un sistema que normaliza la desatención y que convierte a los pacientes en estadísticas antes que en seres humanos. La salud pública en República Dominicana arrastra décadas de abandono, falta de inversión y gestión politizada. Las huelgas, las cancelaciones, la falta de insumos y la sobrecarga del personal son síntomas de una enfermedad estructural más grave: la indiferencia estatal hacia la vida de sus ciudadanos.
La muerte de mi madre no fue solo causada por el cáncer. Fue acelerada por la negligencia institucional, por la indiferencia de un sistema incapaz de responder con rapidez y humanidad. Ella murió esperando un turno, esperando una atención digna, esperando que alguien la tratara como lo que era: una persona que merecía vivir.
Hoy levanto la voz no solo por ella, sino por todas las familias que atraviesan el mismo calvario en hospitales públicos que me han escrito a través de las redes sociales con la misma situación, la misma indiferencia y el mismo trato. Es urgente una reforma real en la gestión hospitalaria: protocolos flexibles que prioricen la vida sobre el papeleo, agendas médicas que no condenen a los pacientes a meses de espera, equipos en buen estado y planes de contingencia para que nunca un aparato dañado sea una excusa para dejar de atender, y sobre todo, un trato humano que devuelva la confianza en un sistema que debería protegernos, no abandonarnos.
La salud es un derecho, no un privilegio. Y mientras siga siendo tratada como una carga burocrática, cada muerte en nuestros hospitales será también una responsabilidad compartida del Estado.
Por Aneudy Ramírez
