Josefa y Marito Soler son una pareja de esposos que, durante los diez primeros años de su matrimonio, se la pasaron viajando tanto dentro como fuera de su adorado país: la República Dominicana.
Marito, desde muy joven, ejerció su profesión de contador público y ha disfrutado de excelentes empleos que le han permitido una vida holgada junto a su esposa. Josefa, médica de vocación y de éxito, no ha quedado atrás en logros ni en reconocimientos profesionales.
A pesar de la plenitud laboral y las múltiples oportunidades para recorrer provincias, municipios y países, desde su residencia en Santo Domingo, ambos sentían —cada vez con más frecuencia— un vacío interior difícil de nombrar.
—Josefa —le decía Marito un día, durante el almuerzo—, no sé si has notado que nuestros planes matrimoniales de disfrutar plenamente este vínculo, aunque se han cumplido, siempre se ven truncados por divergencias que no hemos sabido controlar.
Josefa, que tenía por costumbre meditar antes de reaccionar, y defendía que “entre la información y la reacción, debe haber siempre un momento de reflexión”, tomó una pausa antes de responder:
—Querido Marito, la vida no es lineal. No hay forma de convivir permanentemente entre dos personas sin construir, al menos, un triángulo de convivencia.
Marito asintió en silencio, moviendo la cabeza en señal de aprobación.
Esa conversación diurna, iniciada en el almuerzo cotidiano, se retomó al caer la tarde, en una más íntima y horizontal posición, en el clímax del vínculo matrimonial. Y como diría Ricardo Arjona en su canción Desnuda:
“Si Dios te hubiese querido con ropa, con ropa hubieses nacido…”
Y, parafraseando otra canción suya, Historia de un taxi:
¿Para qué contar lo allí ocurrido?
Pasado un tiempo, sin otra rutina que la misma cotidianidad compartida, un día como cualquier otro, Marito trabajaba frente a su computador, cotejando balances contables de la “Sociedad para Proyectos Inmobiliarios”, donde laboraba de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. A las 10:45 a.m., su celular sonó. Era Josefa.
Como cada día, el almuerzo estaba pautado para las 12:30 p.m., espacio que la pareja reservaba para dialogar sobre temas importantes. Pero aquella llamada rompía la costumbre.
—Querido, quiero que vengas más temprano. No me siento bien —dijo Josefa, antes de colgar abruptamente.
Marito, sin pensarlo dos veces, apagó la computadora y salió apresurado sin dar explicaciones. Al llegar a casa, subió al segundo piso donde estaba la habitación. Allí encontró a Josefa recostada, con un notorio semblante pálido.
—¿Qué sucede, querida? —preguntó, y sin esperar respuesta añadió—: Alístate, vamos al médico ahora mismo.
Treinta y nueve minutos después, el doctor Juan Ramírez, ginecólogo de confianza de la familia, confirmaba: Josefa estaba embarazada. Un embarazo de alto riesgo.
El compromiso del médico, la dedicación materna y el amor paternal hicieron posible que, nueve meses después, naciera Jomar Soler, fruto del amor y de una oportuna entrega corporal que transformó el vacío en plenitud. La pareja se convirtió en una trilogía de vida, una convivencia circular donde el hijo fue el eje de un nuevo equilibrio.
—Querida, Jomarsito ya tiene seis meses. Es tiempo de retomar nuestros paseos. Ahora sí tenemos el verdadero complemento. Ahora sí somos plenamente felices —dijo Marito una tarde, mientras cargaba a su hijo.
Josefa, después de su acostumbrada reflexión y con una sonrisa serena, respondió con dulzura:
—Marito, yo te amo, mi vida.
—Y yo te amo mucho más, querida —contestó él.
Así, el amor incompleto de Josefa y Marito se eternizó con la llegada bendita de su prole, Jomar.
“A veces, lo que falta no es más viaje, sino un punto de llegada.”
