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27 de diciembre 2025
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OpiniónAnn SantiagoAnn Santiago

Cuando el amor se vuelve cuchillo

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¿En qué momento el refugio se convirtió en trampa?

¿En qué momento los brazos que debían sostener se transformaron en verdugos?

En República Dominicana, los niños están muriendo en la casa, en su mesa, en la cama donde dormían tranquilos. No los mata la calle, ni la violencia del barrio, ni una bala perdida. Los mata mamá, los mata papá. Los mata el mismo amor que un día los arrulló. Y no hay nada más desgarrador que escribirlo así, con todas sus letras: los padres están asesinando a sus hijos.

Hace poco, una madre en Santo Domingo Este envenenó a tres pequeños —de 7, 9 y 11 años— y después se quitó la vida. Esa misma semana, otro hombre asfixió a su bebé de un año y ocho meses. En El Factor, apareció otro padre junto a su hijo de un año sin vida. Luego se confirmó el peor desenlace: la hipótesis apunta a un homicidio-suicidio, donde el hombre, tras acabar con la vida de su hijo, se quitó la suya también al colgarse. Y marzo nos dejó la herida abierta de San Francisco de Macorís: un hombre que mató a su niña de tres años, a la abuela de la pequeña y dejó herida a la madre.

No son excepciones. No son locuras aisladas. Son la consecuencia de un grito que jamás escuchamos: el de los padres que también se estaban rompiendo. Padres a quienes les falló el sistema, la educación, el acceso a la terapia. En un país donde el estrés rige como ley, donde la pobreza atormenta, donde las oportunidades escasean. Ocho casos de estos —solo en lo que va del año— no son solo ocho tragedias infantiles: son familias que el Estado dejó solas frente a su propia tormenta.

El dato no es estadística, es espejo. Más del 60% de los niños dominicanos crece bajo disciplina violenta: correazos, gritos, humillaciones. Eso no siempre termina en un ataúd, pero sí enseña un idioma: el del miedo, el del golpe, el del grito como forma de corregir. Y cuando ese es el idioma de la familia, lo impensable deja de ser tan imposible.

La pregunta no es “¿por qué alguien cruza la línea?”. La pregunta es: ¿cuántas veces la cruzó antes en silencio? ¿Cuántos padres se tragaron las ganas de pedir ayuda porque aquí ir al psicólogo sigue siendo un lujo? ¿Cuántas madres repitieron que estaban “bien”, mientras la depresión posparto las devoraba? ¿Cuántas señales ignoramos con el mismo cliché: “es cosa de pareja”, “así es la crianza”?

Cada niño muerto es una condena para nosotros. Y, ojo, muchos de esos niños no eran maltratados. Eran amados, cuidados, abrazados. Pero en el peor día posible quedaron atrapados dentro del colapso de sus padres. No murieron por golpizas constantes; murieron porque la fractura emocional de los adultos los arrastró consigo. Y eso es lo que hace el dolor aún más brutal.

Falló la escuela que no preguntó, el hospital que no escuchó, la justicia que no protegió. Y fallamos nosotros —vecinos, familiares, amigos— cuando preferimos no intervenir.

No son cifras, son ausencias: cuadernos que jamás se llenarán, camas pequeñas que seguirán vacías, risas que se apagaron de golpe. Y lo que golpea más no es la muerte en sí, sino que ya no nos conmueve igual. Que cada caso que se suma nos empuja un poco más a normalizarlo, a verlo con menos asombro. Y eso, más que la tragedia misma, debería darnos verdadero miedo.

La pregunta es hasta cuándo.

¿Cuántos titulares más necesitamos para entender que, en este país, los niños no están seguros en casa?

¿Cuántos padres más tendrán que estallar con su propia sangre para que reaccionemos?

El amor se está volviendo cuchillo. Y el país entero está dejando que siga cortando.

Por Ann Santiago

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