Nos enseñaron a no hablar mientras los adultos hablaban. A no llorar en público. A tragarnos el enojo, la tristeza, el miedo. A callar lo que sentíamos para no incomodar. A fingir que todo estaba bien porque mostrar debilidad era casi un pecado.
Y así crecimos. Con una sonrisa rota y un corazón lleno de silencios. Aprendimos a sumar, restar, conjugar verbos y memorizar fechas históricas. Pero nadie nos enseñó a reconocer una manipulación emocional. Nadie nos explicó cómo se pide perdón sin humillarse. Nadie nos habló de límites, de vínculos sanos, de cómo se sostiene un amor que no duela.
Muchos fuimos criados entre gritos que se normalizaron, amenazas que se convirtieron en rutina y afectos condicionados: “te quiero si te portas bien”, “te amo si haces lo que espero”. ¿Cómo no íbamos a crecer confundidos? ¿Cómo íbamos a amar sin miedo, si todo lo que nos rodeaba gritaba control y dependencia?
Ahora somos adultos. Adultos que no saben cómo gestionar una discusión sin alzar la voz. Que sienten ansiedad si alguien no responde un mensaje. Que interpretan el silencio como abandono. Que huyen del compromiso por miedo a repetir las mismas heridas que vieron en casa. O peor: que se quedan en relaciones vacías, solo por no enfrentar la soledad.
No, no sabemos amar. No porque seamos incapaces. Sino porque nadie nos dio el mapa. Nadie nos enseñó a construir desde la verdad emocional. Nos dejaron una herencia de carencias afectivas, de frases sin fondo, de abrazos postergados, de “te quiero” que nunca se dijeron y se siguen esperando.
Y ahora andamos en la vida buscando que otro nos repare, cuando ni siquiera sabemos por dónde empezar a arreglarnos. Pedimos amor, pero no sabemos recibirlo. Ofrecemos compañía, pero desde el miedo al abandono. Queremos estabilidad, pero con el caos que aprendimos a confundir con pasión.
La educación emocional no era un lujo. Era una necesidad. Y nos la negaron. Por generaciones. Por cultura. Por desconocimiento. Y el resultado está ahí: miles de personas dañando y dejándose dañar, repitiendo los mismos errores con distintos nombres.
Pero hay algo que aún se puede hacer: romper el ciclo. Aprender. Hablar. Pedir ayuda. Reconocer que no saber amar no es un fracaso, es una consecuencia. Y que sanar también es un acto de amor. De amor propio.
Porque al final, lo que no se dice, se repite. Y lo que no se cura, se hereda.
Por Ann Santiago
