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25 de diciembre 2025
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OpiniónJosé Manuel JerezJosé Manuel Jerez

CNM, método de evaluación y equilibrio de poderes

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En los últimos días algunos sectores han intentado justificar la separación de tres jueces de la Suprema Corte de Justicia atribuyendo el problema a la Constitución de 2010, bajo el argumento de que esta introdujo un sistema de evaluación periódica cada siete (7) años. Sin embargo, esa lectura resulta insuficiente y, en varios aspectos, equivocada. La cuestión no radica en la existencia de la evaluación, sino en la estructura del órgano que la realiza, en la correlación política que lo domina coyunturalmente y en la metodología empleada para decidir sobre la permanencia de los jueces. No es la norma en sí la que afecta la independencia judicial, sino su aplicación por quienes, en un momento determinado, controlan políticamente el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM).

Debe recordarse que el actual gobierno tuvo la oportunidad de corregir cualquier deficiencia constitucional al impulsar su propia reforma el año pasado. Si la evaluación septenal prevista en la Constitución de 2010 fuese realmente un defecto estructural, esa reforma habría sido el momento propicio para eliminarla o para introducir salvaguardas adicionales. Pero no lo hizo. Ello revela que la raíz del problema no está en la norma constitucional, sino en la forma en que se utiliza: culpar a la Constitución es una manera de desviar la atención del verdadero punto de conflicto, que es el control político del CNM y la ausencia de un método transparente, objetivo y motivado de evaluación judicial.

El sistema de evaluación de los jueces, en principio, busca garantizar la eficiencia, la probidad, la responsabilidad y la idoneidad en la administración de justicia. En las democracias maduras esos mecanismos son instrumentos de fortalecimiento institucional y de rendición de cuentas. En cambio, cuando la evaluación se concibe y se ejecuta como una herramienta para sancionar magistrados o para reconfigurar tribunales conforme a intereses políticos coyunturales, deja de ser un medio de mejora institucional para convertirse en un instrumento de control. El desafío dominicano no es la evaluación en sí, sino el poder político que decide cómo, cuándo y bajo qué criterios se aplica.

El Consejo Nacional de la Magistratura, en su configuración actual, perdió el equilibrio representativo que la Constitución de 2010 había concebido originalmente. La sustitución del Procurador General de la República por el Presidente del Tribunal Constitucional alteró el delicado balance que garantizaba la presencia de los tres poderes públicos: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Este cambio, impulsado por la reforma reciente, supuso un retroceso en términos de equidad institucional, porque el Presidente del Tribunal Constitucional no representa a ninguno de los tres poderes tradicionales, sino que encabeza un órgano extrapoder que debía mantenerse al margen de las decisiones de carácter político‑administrativo vinculadas a la conformación y evaluación de los jueces.

Desde la perspectiva del Derecho Constitucional y del Derecho Administrativo, dicha modificación constituye una distorsión del principio de separación de poderes y, al mismo tiempo, una afectación del principio de legalidad y de la garantía de imparcialidad. La figura del Procurador General, aun cuando históricamente se ha vinculado al Poder Ejecutivo, cumplía una función representativa dentro de la estructura tripartita del Estado. En cambio, el Presidente del Tribunal Constitucional encarna un poder que no es parte del triángulo clásico, sino su garante y su órgano de cierre. Incluirlo en el CNM implica confundir la función de control con la función de decisión política, colocando a quien debe ser árbitro en la posición de jugador. En un Estado social y democrático de derecho, el órgano que ejerce la jurisdicción constitucional debe ser el más distante posible de los espacios donde se decide sobre la carrera judicial ordinaria.

Además, la evaluación de jueces no es un proceso meramente técnico ni neutro. Los criterios de ponderación, la valoración de expedientes y la interpretación de los resultados pueden ser manipulados en función de intereses políticos o de correlaciones internas. Cuando los criterios de evaluación carecen de objetividad, publicidad y previsibilidad, el procedimiento se convierte en una herramienta de presión, donde las valoraciones subjetivas sustituyen a la métrica institucional. En ese contexto, la independencia judicial se transforma en un discurso retórico más que en una garantía efectiva, y se reabre el viejo dilema del “juez que depende de la voluntad del evaluador” y no de su desempeño conforme a la Constitución y a la ley.

El CNM, como órgano constitucional, debe operar con un método de evaluación público, motivado y verificable. La Ley núm. 138‑11 y la propia Constitución imponen un estándar de motivación reforzada cuando se trata de adoptar decisiones que afectan la permanencia de jueces en sus cargos. La transparencia no es un elemento accesorio, sino el núcleo del principio de legitimidad democrática y de la garantía de defensa. Ninguna decisión que afecte la carrera judicial puede basarse en juicios de valor opacos o discrecionales, porque ello vulnera los artículos sobre tutela judicial efectiva, debido proceso y control de la actividad administrativa.

Por ello, resulta urgente revisar los procedimientos de evaluación y asegurar que los magistrados sean juzgados conforme a criterios previamente establecidos, medibles y uniformes.
Más allá de la coyuntura actual, lo que está en juego es la credibilidad del sistema judicial y la confianza en las instituciones. Si la evaluación de los jueces se percibe como un acto político, se erosiona no solo la independencia del Poder Judicial, sino también la legitimidad del propio CNM. Y si el CNM pierde legitimidad, se debilita toda la arquitectura institucional creada por la Constitución de 2010 para blindar la justicia de los vaivenes partidarios. La defensa del Estado de derecho exige que las instituciones actúen conforme a la Constitución, no que la utilicen como excusa.

La mejor defensa de la independencia judicial dominicana no pasa por reformar nuevamente la Constitución, sino por rescatar el espíritu que inspiró la de 2010: equilibrio, transparencia y responsabilidad. El CNM debe ser un espacio de institucionalidad, no un escenario de correlaciones políticas. La verdadera reforma, hoy, es ética e institucional: garantizar que ningún gobierno, por más legítimo que sea, utilice los mecanismos constitucionales para someter a su voluntad a los jueces de la República. Solo así el método de evaluación judicial dejará de ser visto como un castigo y pasará a ser lo que siempre debió ser: un mecanismo de perfeccionamiento del servicio público de administrar justicia.


Por José Manuel Jerez

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