Nos enseñaron a tenerle miedo al infierno, pero nunca nos dijeron que íbamos a vivir para verlo.
Y no con fuego bíblico, no. Con sequías que dejan los platos vacíos. Con lluvias que no limpian, sino que arrastran casas. Con calor que no broncea, sino que asfixia. El cambio climático ya no es una profecía: es una crónica diaria. Pero lo ignoramos porque creemos que mientras tengamos Netflix y aire acondicionado, todo está bajo control.
No lo está.
Lo que está es en decadencia. El mundo no se está acabando, se está cayendo en pedazos, y lo estamos viendo en tiempo real con un café en la mano. Aplaudimos cuando una celebridad planta un árbol, pero no decimos nada cuando una minera destruye una montaña. Lloramos por el Amazonas… desde el avión que contamina el doble por llevarnos a unas vacaciones “eco”.
¿Hipocresía? No. Peor: comodidad.
Queremos salvar al planeta sin dejar de usar delivery. Sin renunciar al carro, a la carne, a los caprichos. Queremos cambio, pero que no nos incomode. Pero el planeta ya se cansó. Y cuando la Tierra se cansa, no avisa: arde, inunda, colapsa.
Queremos leyes, pero no voluntad. Queremos gobiernos responsables, pero no renunciar a los lujos. Decimos que amamos la naturaleza mientras tiramos basura desde la ventana del carro. Nos ofendemos cuando nos dicen que contaminamos… pero seguimos consumiendo como si el mundo fuera eterno.
¿Sabes qué da miedo? Que quizá no vamos a morir por guerras, ni por un meteorito, ni por una profecía maya. Vamos a morir por no haber hecho nada cuando todavía podíamos.
Y no por falta de advertencias. Sino por falta de conciencia.
Por Ann Santiago
