He dicho en otros lugares que las devastaciones de Osorio (1605-1606) constituyen el evento histórico más estremecedor de toda la isla, después del ‘Descubrimiento’. El pasado 22 de julio, a 226 años de firmado el Tratado de Basilea en 1795, reafirmé mi convicción histórica y mi criterio del pasado.
Una mirada a ese pasado desvela el alcance y la dimensión histórica de lo pactado en Basilea. Claro, ese pacto entre potencias coloniales (España y Francia) coronó una historia de altibajos y choques violentos. Quiero decir que fue la culminación de un largo proceso de incidentes y batallas, por la posesión de un territorio cruel y doloroso. Las guerras entre potencias convirtieron al Caribe en un escenario de explotación colonial, y fueron la expresión más transparente de la codicia de los imperios europeos.
España y Francia protagonizaron luchas de posesión colonial. Así, los reyes españoles y Francisco I de Francia arrojaron episodios bélicos y de conquista. Esa rivalidad estremeció al Caribe y desgarró a las posesiones coloniales. Estos territorios conquistados no eran más que satélites y objetos de codicia: esclavizados y machacados por las grandes potencias, no podían sino soportar la opresión de los terribles conquistadores.
Las guerras convulsionaron a la Española. Esta isla, un enclave de España, atrajo a otros guerreros y conquistadores. Un tropel de aventureros: bucaneros, filibusteros, corsarios y piratas, la infestaron como devoradores de tierras y recursos. Desde la isla de La Tortuga, penetraron y se instalaron en el territorio. Los bucaneros se establecieron en la parte norooccidental de la isla y crearon un pequeño feudo. Los filibusteros merodeaban y estaban al acecho para asaltar y arrebatar botines de guerra. Esa presencia extraña se reveló incómoda e hiriente: los españoles, ya con sentimiento isleño, se rebelaron contra la incursión de esos aventureros, defendieron y se aferraron al terruño nativo. El asentamiento humano fue una gran herida clavada en el corazón mismo de la colonia.
La Española estaba herida, después de haber sido vientre de América y trampolín de conquistas. Los enemigos la tomaron, la empuñaron y la hollaron. Los franceses se enclavaron en las entrañas del territorio y lo volvieron una tumba colonial. Aquí murió el esplendor de España. La isla: nacimiento de un mundo y sepultura de un imperio. Así, la orgullosa España dejó su esplendor y su ocaso derramado en este minúsculo terruño tropical.
Sin embargo, la España imperial repudió a sus encarnizados enemigos y organizó la defensa colonial. Las cincuentenas sellaron la frontera terrestre, en lucha feroz contra los intrusos invasores. Los aventureros antiespañoles habían proliferado alocadamente y se habían apoderado de una franja enorme de la isla. Eso quiere decir que estaban desatando una peligrosa influencia religiosa con la introducción de biblias luteranas, trescientas de las cuales fueron quemadas por las autoridades españolas. Los criollos estaban viviendo con el enemigo. La decisión de España fue radical: ordenar las devastaciones de Osorio, en 1605 y 1606. Esa política de tierra arrasada tuvo un efecto doble: por un lado, despobló localidades enteras y las encerró en lugares más controlables; por otro, cedió el territorio asolado a los intrusos extranjeros. Así, los enemigos se instalaron en este oasis del Caribe y construyeron una nación que, con el correr de los años, se convertiría en la colonia más vigorosa y pujante de Francia.
Osorio y su desolación partieron el territorio de la isla y le imprimieron un rumbo nuevo. España quería barrer a sus enemigos y, sin embargo, les abrió el camino para que se quedaran. En efecto, ellos echaron raíces en este paraíso del Caribe y se volvieron un incordio para los españoles. El destino de la isla dibujó una cruel división de dos colonias disímiles: la francesa en el lado Occidental y la española en el Oriental. De un lado, la esclavitud francesa impuesta con crueldad en un sistema de plantaciones azucareras; del otro, una servidumbre española más llevadera, con una producción agrícola y pecuaria. Las despoblaciones no se hicieron sin traumas, puesto que desataron la rebelión de Hernando de Montoro, un alzado rural apegado a sus bienes de campo.
El odio devoraba a unos y otros. Los linderos intercoloniales fueron testigos de refriegas aparatosas y atropelladas. Muchos esclavos escapaban del infierno colonial francés y se refugiaban en la colonia española. Iban de Saint Domingue a Santo Domingo, donde vivían como alzados en lomas y montañas. Nadie podía cazarlos, a pesar de que había un tratado intercolonial para capturarlos y devolverlos. Muy pocos sufrieron ese destino cruel. Ambos enclaves eran anverso y reverso de la misma moneda histórica, pues se complementaban uno a otro: la colonia francesa aportaba azúcares y recibía carne y ganado de la parte española.
España perpetró un terrible geocidio y hospedó a sus enemigos en la desdichada colonia. Los franceses avanzaron con empuje y se lanzaron a conquistar nuevas tierras del Este. Pero la expansión fue detenida y frenada por una muralla humana de puesto en la frontera terrestre. Los domínico-españoles, sembrados en defensa de su terruño, se batieron contra sus enemigos en la espléndida batalla de La Limonade, el 21 de enero de 1791, donde nació el gran mito de la Providencia encarnada en una Virgen protectora y magnánima. El lienzo con la imagen de la Virgen se aparece cuando las tropas español-dominicanas estaban al borde del colapso, y animan el combate. Así, Antonio Minier y sus 300 lanceros salen de su escondite y cargan contra el enemigo francés, matando al caudillo De Cussy y provocando la desbandada de los invasores. La colonia española estaba a salvo de los intrusos franceses, que rechazados huyeron en tropel.
La corona española tuvo que ceder. En el Tratado de Ryswick (1697) y en el Tratado de Aranjuez (1777) reconoció la presencia francesa en la franja occidental. Por medio del Tratado de Basilea (1795) entregó toda la isla a Francia, a cambio de que esa potencia se retirara de la península ibérica. El grandioso Napoleón invadió la península, apresó al rey Fernando e instaló en el trono a su hermano José «Pepe Botella». Sin embargo, Francia no pudo apoderarse en lo inmediato del enclave español. Fue Toussaint Louverture que unificó toda la isla en 1801, aboliendo la esclavitud, fijando una Constitución y asegurando la servidumbre de los negros esclavos. Esa historia solicita otra mirada al pasado…




