In memoriam
Siempre he presumido de tener una memoria privilegiada, tanto que recuerdo con detalle cosas que mi madre dice que son imposibles porque no llegaba a tener más de dos años. Sin embargo, mi primer encuentro con el padre Ángel Rogelio Soto Cruz no lo puedo precisar, quizás porque estuvo presente en mi esencia durante toda mi existencia.
Tal vez estuvo allí antes de que yo supiera nombrarlo. Quizás fue al verlo sin máscara y mirarle a los ojos, y descubrir algo real y limpio. Tal vez porque aceptaba mi disidencia sin barricada ni trinchera, simplemente acogiendo mis contradicciones sin renunciar jamás a la firmeza de su compromiso con Dios, caminando la fe sin imponerla, como un disfrazado de persona normal.
Bautizó a mi hijo mayor cuando mi rebeldía frente a la religión hacía casi imposible que ese gesto ocurriera. Yo estaba lejos de los ritos, desconfiaba de las certezas y me movía más por preguntas que por dogmas. Aun así, entendió. No preguntó demasiado. Abrió la puerta sin exigencias.
Con el tiempo fue más que un sacerdote: fue amigo. Fue también mi paciente, en ese giro extraño donde los roles se cruzan sin que nadie pierda dignidad. Y fue el único ser humano ante quien confesé aquello que yo creía que eran pecados, no para ser absuelto, sino para ser escuchado sin miedo, con esa liviandad del alma que solo aparece cuando nadie intenta corregirte.
Años después, bautizó también a mi nieto. No fue en una iglesia, sino en un lugar donde habita la conexión con el universo, como si entendiera —sin necesidad de decirlo— que lo sagrado no siempre necesita muros y que la trascendencia también sabe respirar a cielo abierto.
Quizás fue quien me señaló que, al verme en el espejo, no solo debía devolver la mirada a mis pupilas sin culpa ni sonrojo, sino también sentir cómo el pecho subía y bajaba con cada respiración, y comprender que justo ahí, en ese vaivén silencioso, es donde se sostiene la vida.
Me acompañó a caminar por mis grietas, en silencio o en voz baja, enseñándome a aceptarlas y a transigir con su profunda simpleza. Otras veces, en apenas tres frases, extinguía el desasosiego llenando de luz la esperanza, apuntando con la certeza de quienes saben dónde queda el centro del corazón.
Y cuando su alma ya no pudo cargar más peso, se fue liviano, como se van los que han cumplido: caminando con sandalias de agua, mientras los ríos y los bosques de Jarabacoa guardaban su paso en silencio, apagaban el cansancio y lo devolvían al pulso antiguo del mundo, allí donde la misión se vuelve luz quieta y descanso.
Por: Carlos García Lithgow.
