Alrededor de los hombres superiores se tejen todo tipo de historias, que con el tiempo, según se agigantan sus figuras, toman ribetes de mitos y de leyendas. Fidel Castro, independientemente del juicio que se pueda tener de él, alcanzó ese estatus de hombre de excepción.
La noche del ocho de enero del 1959, en la plazoleta del vetusto campamento militar Columbia, icono del poder militar del derrocado dictador Fulgencio Batista, el flamante comandante del victorioso ejército rebelde Fidel Castro, pronunció un discurso memorable, en la que dos hechos le marcaron para siempre.
Durante su arenga a la multitud enardecida que esa noche le aclamaba, en el hombro de Fidel se posó una paloma blanca, interpretado esto por sus seguidores como una señal divina, que lo ungía como el nuevo conductor del pueblo cubano, agregándose a este hecho el cuestionamiento que en una pausa le hiciera al compañero de armas Camilo Cienfuegos: “¿Voy bien, Camilo?”, ¡Vas bien; Fidel! fue la respuesta obtenida, gesto que lo definía como líder humilde y generoso, no importando que llegaba a la Habana con sus sienes coronadas de laureles desde el vientre escarpado de la Sierra Maestra.
Este introito, que recreo con ese hecho histórico cubano, llegó a mi memoria, (salvando todo tipo de lisonja), para responder una pregunta que inferimos se hará el Ing. Milton Morrison, en alguna de esas noches de insomnio, que provoca el afanoso trabajo de funcionario público y las alegres maledicencias: ¿Voy bien, Compañeros?.
¡Vas bien, Milton!. Los que le conocemos hemos apostado a usted, y asi una gran mayoría que saben de su reciedumbre, de su formación familiar y académica, que lo sitúan como una joven promesa del mundo político dominicano.