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23 de abril 2024
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Un mes sin el inolvidable Daniel Duvergé

Un mes sin el inolvidable Daniel Duvergé
Hace un mes que partió al más allá, dejando en el más acá un gran legado de amistad y servicio sincero./
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EL NUEVO DIARIO, SANTO DOMINGO.- Un mes sin Daniel Duvergé, el inolvidable e histórico fotorreportero de El Nuevo Diario. ¡Cuánto dolor y recuerdos! Su repentina partida, el 15 de noviembre de 2022, sigue clavada en lo más hondo de sus compañeros. El sufrimiento permanece vivo, como una llama de tristeza.

En diez días se le fue la vida. De repente enfermó, el 5 de noviembre; lo internaron, recibió atenciones médicas. Estaba machacado por múltiples padecimientos: meningitis, ACV severo, obstrucción arterial. Sus piernas sufrieron cirugía. Lo entubaron y le dieron asistencia respiratoria. Lo trasladaron de un centro médico a otro más moderno. Por momentos mejoró, habló, preguntó, se alimentó. Sin embargo expiró en la siniestra madrugada del 15 de noviembre, dejando llanto y pesar.

¡Un mes sin Daniel! ¡Cuánta falta hace! Su presencia lo llenaba todo con esos chispazos de humor que le salían espontáneos. Era un repentista chispeante y agradable. Todos recibían corrientazos y dosis de alegría. Todos reían a su lado. Todos le querían y admiraban.

El hombre se hizo a sí mismo, surgió de lo más hondo de la sociedad. Nacido en San Pedro de Macorís, el 16 de agosto de 1956 (fecha patria, por cierto), creció en un ambiente deprimido y empobrecido, llevando consigo el color puro y profundo de su piel oscura. Era tan humilde como su misma gente. Alto, despierto y talentoso, tenía condiciones físicas y mentales para convertirse en un gran pelotero o boxeador. Todo en él concurría a ese fin. Pero su inteligencia iba más allá de esos atributos. Así, el hombre aplicó su inteligencia a la ingeniería, hizo trabajos de gran calado. Nada era difícil para él: superaba con plena determinación los obstáculos, acometía con éxito sus propósitos. Laborioso, entregado, capaz: todo eso y mucho más.

En efecto, el largo y espigado Daniel Duvergé se dedicó al lente profesional, ese arte que inmortaliza los pequeños momentos y frisa en el tiempo las cosas de la realidad. Metido en el mundo fotográfico, atrapaba ínfimos pormenores, instantes fugaces, y los convertía en una sensación periodística. Su ingreso a esa malla visual fue casi una obra del destino. Fascinado por las carreras de perros, tomó una camarita y empezó a disparar flashes. Los canes eran apresados en sus más tiernos movimientos y gestos. Las filmaciones siguieron al vuelo.

El ingeniero Duvergé ya estaba en El Nuevo Diario. En este medio permanecería por 15 años. Fueron años de intenso y duro batallar, de disciplina y cumplimiento estricto. Hombre laborioso y sensible, nada se le escapaba, todo lo captaba: momentos disímiles, sucesos trágicos, instantes de tristeza, destellos de alegría, bodas, cumpleaños, velatorios… todo pasaba por sus inquietas manos.

Fue galardonado. Recibió un merecido premio de Educación y otros. Su casa estaba forrada de reconocimientos. Compartía su labor periodística con su inmenso afán deportivo. Corría a todas horas: en la madrugada, en la tarde, en la mañana. Era un maratonista voraz e insaciable: participaba sin fallar en los eventos de atletismo, recorriendo enormes kilometrajes y dando muestras de óptima resistencia. Le encantaba el Mirador. Le fascinaba la naturaleza pura, inocente y virginal.

Como padre y ciudadano, fue sencillamente ejemplar. Tres hijas tuvo, y todas recibieron por igual el néctar de su paternidad. No hubo distinción entre unas y otras. Era amigo fiel e íntimo de las tres. A ellas se entregaba como un muchacho grande, jugando con ellas, disfrutando a más no poder. Reían. Su nietecita es una Grace que vino del cielo. La adoraba. Le daba el calor genuino del mejor abuelo. Eran todo para él.

Preparaba un té mágico y fabuloso. Cuidaba de su alimentación. Le fascinaba la buena música: Andrea Bocelli, José José, Camilo Sesto, todos cautivaban sus oídos musicales. Agradaba a sus compañeros, les servía con más generosidad que devoción. Su vida fue un sentido homenaje al servicio de los demás. No reñía, no polemizaba. Se llevaba bien con todos. Logró todo lo que quiso. Se fue a los 66 años, dejando un bellísimo legado de amistad pura, de servicio sincero, de entrega sin par.

¡Un mes sin Daniel! ¡Oh, Dios!

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