Meses antes de salir fuera del país visité el sastre que por años y años se ha encargado de hacer mis pantalones, y le hice un encargo al cual ya estaba acostumbrado, esta vez era arreglar dos pantalones que me regaló Lisselote. Nunca pensé que éste sería el último pedido que le haría a quien se convirtió con los años en amigo del alma.
Mire a los ojos a Felipe y le dije, “- mira esos pantalones, vienen de Estados Unidos Unidos, quiero estrechar las piernas y hacer el ruedo conforme mi medida que ya te sabes-“. Me miró con los ojos opacos y sudorosos y me dijo , – eso va a tomar tiempo, porque no estoy bien de salud.
Hasta ese momento no me había fijado en su semblante. Lo miré y realmente no me gustó su aspecto, su color negro retinto, era más bien pálido, sus jocosidades y ánimo se hallaban de paseo, y parecía que sus pies tenían pesas en los zapatos, caminaba como un abuelo triste al que se le murieron sus nietos.
Los pantalones que puestos parecían de otro, al bajar de peso no entallaban bien en su cintura.
Una semana después, lo visité en el zaguán que le sirve de atelier (taller); donde tiene tizas, lápices, centímetros, alfileteros, tejeras; un acerico (alfiletero) multicolor , una plancha que parece gigantesca para el espacio, y una tabla que se asemeja a un enano, en un área el área de planchar más pequeño del mundo, construido por él mismo en sus tiempos de ocio y momentos vacío sentimental.
Todo estaba revuelto, parecía que un niño de tres años hubiera puesto la mano a todo, él dormía con un ligero ronquido silencioso que era como un lamento de cañero, una canción triste titulada “despedida”.
No tuve valor de despertarlo, lo mire durante unos 20 minutos y no tuve valor de decirle nada ni reclamarle, quizás alguien lo reclamaba a él.
Dos minutos después entró otro cliente de Felipe, este parecía tener pies como de plomo, hizo tanto ruido con los zapatos al llegar que no tuvo que mencionar su nombre, lo despertó en el acto.
El artista necesitó casí un minuto para dejar las entretelas del sueño, e incorporarse a la vida. Habló con el hombre, y respondió sus reclamos, y a mí, me miró como si fuera su hijo,-Víctor , no he podido arreglarte los pantalones.
Me sentí mal, porque sabía, que de verdad quería cumplir, pero no podía, le dolía el estómago, le dolía el cuerpo, le dolía el alma.
Respondí, -“yo lo sé, no te preocupes es cuando te sanes, me arreglas los pantalones”, dije como si fuera una oración.
Quiso hablarme de sus planes de diciembre sobre la ropa que me confeccionaría, su ánimo era como un potro desbocado que huía de él, articulaba las palabras con dificultad, un hombre que era tan conversador hablando de sus viajes como marino mercante viajando por Marruecos, en su opinión el mejor país del mundo donde observó las mujeres más lindas que sus ojos pudieron ver.
Otro día fui a visitarlo y entonces me asusté el verlo desmejorado en su salud, me habló como si hubiera hallado su cura y mostró un frasquito con aceite de tiburón.
Le expresé mi deseo de que se sanara.
Llega el día de irme fuera del país. Duro 15 días fuera.
Regreso un domingo y no lo llamo porque pienso que está descansando, y dejo hasta el martes para llamarle.
Y eso fue lo que ocurrió, estaba descansando, pero, por los siglos de los siglos…
Felipe había muerto ese domingo a las dos de la tarde, la misma hora en que mi avión despegaba hacia Santo Domingo.
El martes a primera hora vuelvo en sí, y llamo a Felipe a su celular. Responde otra persona, y le pido que me ponga a Felipe, pero no podía ponérmelo. Felipe fue enterrado el lunes. Su hijo era un mar rojo de llanto y dolor.
Es como si fuera la primera que persona que muere y pienso en serio, de si le hablé de la vida después de la muerte.
Si le dí testimonio de mis creencias y fe, un nudo me atravesó la garganta y un sabor amargo de pensar si él murió o no conociendo de Dios, y que yo fui culpable de no hablarle…