Realidad del pecado
Antes de que el Espíritu Santo tocara mi corazón y lo iluminara, mi vida estaba bajo la influencia de un misterioso poder, que se oponía a Dios y a las demás personas. Lo había heredado de mis primeros padres, Adam y Eva, lo cual me empujaba a reproducir sus actitudes pecaminosas (Génesis 3: 1-6)
Durante muchos años, viví bajo su influencia y asediado por la tentación de Satanás. Me ocurrió como a Eva y Adam, que desobedecieron y pecaron contra Dios. El espíritu satánico me movía a asumir actitudes rebeldes y desobedientes contra los mandatos e instrucciones de Dios y hacia mi prójimo. Ignoraba que mis malos pensamientos, las palabras corrompidas que utilizaba y mis malos actos, constituían ofensas contra Dios. No sabía que tales acciones me convertían en enemigo suyo y de las demás personas y me separaban de ellos. Ignoraba que vivía fuera de la gracia de Dios y de sus bendiciones.
Manifestaciones del pecado.
Mi oscuridad y ceguera espiritual eran tan grandes, que me impedían oír la voz del Espíritu Santo. Por eso, no le prestaba atención cuando me llamaba a que me arrepintiera de mis pecados. No lo entendía ni lo valoraba. Incluso, ignoraba que las almas son del Señor y que la mía, en particular, le pertenecía.
A decir verdad, mi corazón estaba duro como una piedra. Ignoraba que Jesús vino a la tierra a dar buenas nuevas a los pobres; a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos, a dar vista a los ciegos y a poner en libertad a los oprimidos, como estaba yo (Lucas 4:18)
Yo pertenecía al numeroso grupo de personas, que viven de espalda a Dios, pero muy atentos al pecado y la maldad. Vivía como una simple criatura. Me parecía al gato y al perro. Ellos viven ajenos a los propósitos de Dios y no me interesaban para nada.
Tampoco sabía que necesitaba vivir como hijo de Dios. Más bien, pensaba como la periodista que acaba de ser galardonada con el Premio Nacional de Periodismo. Creía en mi autosuficiencia, en mi capacidad humana para transformar el mundo. ¡Pobre de mí! Ignoraba que mis pensamientos y mis caminos son distintos a los de Dios. No sabía, que separado de él, lo único que puedo hacer es lo malo. Estaba tan errado, como todos aquellos que desechan las directrices de Dios.
¿Por qué pensaba y actuaba de esa manera? Porque creía que mis opiniones eran sabias. Por eso, no obedecía ni me dejaba guiar por el Espíritu Santo. Desconocía que mi corazón y mi mente necesitaban ser regenerados y trasformados por Dios, para llegar a tener la mente de Cristo y dejar de meter la pata.
Claro está, pensaba y actuaba de esa manera, porque no me había arrepentido de mis pecados, pues, no había nacido de nuevo ni vivía como hijo de Dios. En fin, pensaba y actuaba de esa manera, porque no oía ni leía el mensaje del Evangelio, porque no lo meditaba, porque no lo entendía, porque no lo creía y porque no lo practicaba ni lo obedecía.
Como se indicó más arriba, me comportaba de esa manera, porque ignoraba que Jesús vino a la tierra a dar buenas nuevas a los pobres; a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos, a dar vista a los ciegos y a poner en libertad a los oprimidos, como son los millones y millones de personas que no les conocen en todo el mundo.
Por tanto, si usted piensa y actúa como yo lo hacía, reconozca la realidad del pecado en su vida, para que mejore su relación con Dios y las demás personas.