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20 de abril 2024
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OpiniónFrancisco OrtizFrancisco Ortiz

Quien contamina paga

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El que contamina y daña el medio ambiente y los recursos naturales, compromete su responsabilidad objetiva. En consecuencia, debe correr con el costo de la reparación o restauración, a fin de devolver o restablecer el ambiente o el recurso dañado a su estado anterior, si eso fuere posible; o indemnizar por el daño causado, independientemente de si este fue causado con intención o sin ella.

Para la mejor comprensión de este análisis, comenzaremos por aclarar que, a los fines de este artículo, el significado de contaminación no será interpretado de forma estricta (literal), como: “La introducción al medio ambiente de elementos nocivos a la vida, la flora o la fauna, que degraden o disminuyan la calidad de la atmosfera, del agua, del suelo o de 1os bienes y recursos naturales en general”; sino que le daremos una dimensión más amplia, acorde con lo que se interpreta como daño ambiental, es decir: “Toda perdida, disminución, deterioro o perjuicio que se ocasione a1 medio ambiente o a uno o más de sus componentes”, de conformidad con la definición que aparece en el Artículo 16.16 de la Ley General Sobre Medio Ambiente y Recursos Naturales No. 64-00.

Hecha la anterior aclaración, es importante destacar que el principio “Quien contamina paga” tiene su origen en el Principio 16 de la Declaración de Río de Janeiro de 1992, en la cual se plasmó como sigue: “Las autoridades nacionales deberían procurar fomentar la internalización de los costos ambientales y el uso de instrumentos económicos, teniendo en cuenta el criterio de que el que contamina debe, en principio, cargar con los costos de la contaminación, teniendo debidamente en cuenta el interés público y sin distorsionar el comercio ni las inversiones internacionales”.

A partir de esa declaración firmada por los países miembros de la ONU, varios Estados introdujeron en sus legislaciones nacionales las disposiciones legales que hacen posible la aplicación del citado principio, el cual fue desarrollado y aceptado tanto por la doctrina, como por la jurisprudencia, y se constituyó en uno de los principios rectores y fuente del Derecho Ambiental; así como un mecanismo para garantizar los intereses colectivos y difusos en la gestión y protección del medio ambiente, a nivel nacional e internacional.

 

Es así como en República Dominicana, en el año 2000, con la promulgación de la Ley General Sobre Medio Ambiente y Recursos Naturales No. 64-00, se consagra el citado principio en su Artículo 169, el cual establece que: “Sin perjuicio de las sanciones que señale la ley, todo el que cause daño al medio ambiente o a los recursos naturales, tendrá responsabilidad objetiva por los daños que pueda ocasionar, de conformidad con la presente ley y las disposiciones legales complementarias. Asimismo, estará obligado a repararlo materialmente, a su costo, si ello fuere posible, e indemnizarlo conforme a la ley”. Esa disposición constituye una novedad en materia de responsabilidad civil, pues es diferente a la responsabilidad civil de derecho común en la que es necesario reunir tres elementos constitutivos: el daño, la falta y el nexo de causalidad entre el daño y la falta. En materia ambiental, la responsabilidad civil es objetiva; por tanto, no es necesario probar la falta para que exista la obligación de reparar el perjuicio causado.

Esa nueva configuración de responsabilidad civil (objetiva) en esta materia tiene una razón de ser basada en un interés colectivo, pues resulta que el ambiente es un bien jurídicamente protegido y concierne a todos los ciudadanos su disfrute y responsabilidad de cuidado; pues se entiende que, cuando se causa un daño al ambiente, se ocasiona un daño a toda la sociedad, razón por la cual en dicha materia todo ciudadano o asociación de ciudadanos tiene legitimidad procesal activa para denunciar, demandar, querellarse o exigir el cese inmediato de cualquier acción o conducta dañina contra el medio ambiente y los recursos naturales. Es por eso que se entiende que todo daño ambiental debe ser reparado, sin importar si quien lo cometió tuvo culpa o no de ocasionarlo.

Lo ideal sería que el daño no ocurriera, pues en materia ambiental siempre es mejor precaver y prevenir que remediar; por eso el principio de Responsabilidad Compartida establecido en el Artículo 5 de la Ley 64-00 establece que: “Es responsabilidad del Estado, de la sociedad y de cada habitante del país proteger, conservar, mejorar, restaurar y hacer un uso sostenible de los recursos naturales y del medio ambiente, y eliminar los patrones de producción y consumo no sostenibles”. Esa disposición tiene por objeto evitar que el daño ocurra, al igual que las disposiciones del artículo 8 de la citada ley, que establece los principios de Precaución y Prevención, como mecanismos para gestionar el medio ambiente sin dañarlo.

Lo cierto es que cuando la prevención no funciona o no es suficiente —porque siempre aparece quien causa daños para aprovecharse de los recursos naturales—, el principio “Quien Contamina Paga” viene a contribuir a resarcir el daño que se causa al ambiente y a la sociedad, al disponer la reparación del daño causado. En ese sentido, el párrafo del artículo 169 de la citada Ley 64-00 establece que: “La reparación del daño consiste en el restablecimiento de la situación anterior a1 hecho, en los casos que sea posible, en la compensación económica del daño y los perjuicios ocasionados a1 medio ambiente o a los recursos naturales, a las comunidades o a los particulares”.

Como se puede interpretar, el daño no siempre puede ser reparado con la restauración de los lugares o los recursos naturales impactados; o no siempre se puede devolver a la situación en que se encontraba antes de la ocurrencia del daño, ya que hay lesiones que son permanentes o irreversibles. Además, dicha disposición encuentra un respaldo constitucional y un mandato a los poderes públicos para su aplicación en los casos de otorgamiento de autorizaciones a particulares para ejecutar actividades relacionadas con la explotación de los recursos naturales, al establecerse en el artículo 67.4 de la Constitución que: “Constituyen deberes del Estado prevenir la contaminación, proteger y mantener el medio ambiente en provecho de las presentes y futuras generaciones. En consecuencia: En los contratos que el Estado celebre o en los permisos que se otorguen que involucren el uso y explotación de los recursos naturales, se considerará incluida la obligación de conservar el equilibrio ecológico, el acceso a la tecnología y su transferencia, así como de restablecer el ambiente a su estado natural, si éste resulta alterado”.

Ese principio adquiere mayor relevancia especialmente en las actividades económicas que se basan en la explotación y comercialización de elementos o recursos naturales —como por ejemplo la explotación minera—, pues permite al Estado otorgar una licencia de explotación a un particular y obligarlo a disponer de una fianza o garantía que, en caso de que ocurra un daño al ambiente, permita al Estado ejecutar dicha garantía y con ella asumir los costos de las acciones de reparación ambiental.

Ese principio, que la literatura también llama principio del “contaminador pagador”, ha sido recogido adecuadamente en nuestra legislación, agregándole además la responsabilidad objetiva; es decir, que no será necesario probar la falta o la culpa que tuviere quien causare el daño, sino que está ante todo obligado a repararlo si ello fuere posible, o indemnizar como forma de reparación del daño cometido, independientemente de si el mismo fue causado con o sin intención.

Esa disposición de carácter nacional, que asume el principio de que quien contamina debe asumir o cargar con los costos de la reparación de los daños que dicha contaminación acarrea, se robustece con las disposiciones establecidas en el artículo 17.3.1.c.ii del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centro América y República Dominicana (DR-CAFTA), la cual establece entre otros aspectos que: “Cada parte debe garantizar que los procedimientos judiciales, cuasi judiciales y administrativos se encuentren disponibles para los ciudadanos y que a través de la imposición de sanciones tanto civiles como penales: ‘podrán incluir sanciones y acciones civiles y penales tales como acuerdos de cumplimiento, penas, multas, medidas precautorias, suspensión de actividades y requerimientos para tomar medidas correctivas o pagar por el daño ocasionado al ambiente’”.

La aplicación de las normas jurídicas que sirven de sustento al principio objeto de análisis es de gran importancia en la gestión del medio ambiente, pues estas garantizan que un particular no dañe el ambiente y los recursos naturales —un bien que pertenece a todos los ciudadanos— y que dicho daño no encuentre una reparación adecuada. La citada disposición del tratado no solo fortalece lo establecido en la Ley 64-00, sino que también va en consonancia con lo establecido en la parte capital del inciso 5 del artículo 67 de la Constitución, que establece: “Los poderes públicos prevendrán y controlarán 1os factores de deterioro ambiental, impondrán las sanciones legales, la responsabilidad objetiva por daños causados al medio ambiente y a 1os recursos naturales y exigirán su reparación”.

El citado principio cumple la doble función de prevención y de reparación ante la ocurrencia de daños ambientales, pues en los casos en que el daño provenga de la ejecución de una obra, proyecto o actividad económica que impacte negativamente el ambiente, el promotor sabe previo a la ejecución de dicha obra o proyecto, que si ocurre cualquier daño tendrá que repararlo; por otro lado, al operar bajo la responsabilidad objetiva, asegura que cualquier daño ambiental causado será reparado, sin importar si el mismo se cometió con intención o sin ella.

En cuanto a la función preventiva de daños ambientales que ejerce el citado principio, es importante aclarar que contribuye a que los promotores de proyectos adopten todas las medidas necesarias tendentes a mitigar o minimizar los impactos que tal actividad, obra o proyecto pueda generar, pues de no hacerlo y ante la eventualidad de que llegaran a ocurrir los daños que se deben evitar, tendría que responder tratando de restablecer la situación al estado en que se encontraba antes de la ocurrencia del daño, si eso fuere posible, o de lo contrario indemnizar.

Podría decirse que dicho principio contribuye con la prevención, como un medio disuasivo, pues si se conoce su existencia antes de cometer un daño ambiental de forma deliberada o con intención, probablemente se pensaría dos veces antes de hacerlo; a sabiendas de que habrá un castigo o reparación que podría tener un costo mayor que los beneficios posibles que se obtendrían de una actividad económica riesgosa para el medio ambiente.

No obstante, es importante señalar la necesidad de implementar métodos apropiados de valoración económica para definir el costo de los daños ambientales, que contemplen no solo el valor de mercado del bien dañado sino además los valores económicos dejados de percibir; esto así, pues en materia ambiental hay que tomar en cuenta que los recursos naturales tienen un valor económico, un valor ecológico y el valor de los servicios ambientales que brindan, todo lo cual debe tomarse en cuenta a la hora de poner precio al costo de la reparación.

No obstante, y a pesar de que se pueda interpretar como una línea de pensamiento contradictoria, es necesario admitir que no siempre la aplicación del principio “Quien Contamina Paga” es eficaz; esto así, porque en ocasiones se interpreta de manera acomodada, al punto de que algunos desarrolladores de proyectos incluyen en sus presupuestos el costo de las multas que pudieran ser impuestas, al ejecutar obras o proyectos cuyos beneficios económicos resultarán mayores que el monto de la sanción eventual.

Ese tipo de situación puede darse por la aplicación incorrecta de la legislación, sobre todo cuando los órganos que están para aplicar las sanciones confunden la responsabilidad administrativa con la responsabilidad civil; o cuando tratan de aplicar el principio Non bis in idem en materia ambiental y obviar el hecho de que en esta materia, la responsabilidad civil es independiente de la responsabilidad administrativa o penal, que se pudiera generar con la comisión de determinados daños ambientales. Cuando la sanción no es suficientemente fuerte como para desincentivar al infractor y, sobre todo, cuando la infracción se comete en procura de una actividad lucrativa, esto se convierte en un incentivo para continuar el daño al ambiente y obtener beneficios económicos.

Cuando se comete un daño ambiental, lo correcto es determinar si además de la responsabilidad civil objetiva que nace de éste, se generó también responsabilidad administrativa. Es decir, si se cometió una infracción administrativa que pueda ser objeto de sanción, de conformidad con lo que establece el artículo 167 de la Ley 64-00, que entre otras medidas dispone multas que van desde medio hasta tres mil salarios mínimos a las personas físicas. Se debe determinar, además, si el daño cometido está tipificado como delito ambiental, en cuyo caso la ley prevé multas que van desde un cuarto hasta diez mil salarios mínimos dependiendo de la capacidad económica del infractor y de la magnitud del daño, prisión correccional de seis días hasta tres años, entre otras sanciones penales. Por tanto, es necesario tomar en cuenta lo dispuesto en el artículo 168 de la Ley 64-00, que establece que: “Las resoluciones administrativas dictadas por la Secretaria de Estado de Medio Ambiente y Recursos Naturales son independientes de la responsabilidad civil o penal que pudiera derivarse de las violaciones a la presente ley”.

La correcta calificación de los casos y la adecuada aplicación de la legislación contribuyen a desincentivar la comisión de daños ambientales y hacen más afectiva la aplicación, no solo del  principio “Quien Contamina Paga”, sino también los demás principios que la legislación contempla como mecanismos para prevenir y remediar los daños ambientales.

Por Francisco Ortiz

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