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19 de abril 2024
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7 min de lectura Una mirada al presente

Peña Gómez: el sacrificio de un ídolo popular

Peña Gómez: el sacrificio de un ídolo popular
Peña Gómez murió el 10 de mayo de 1998./ (Fuente externa).-
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Manuel del Cabral:

«Hay muertos que van subiendo,

cuanto más su ataúd baja»

(Aire durando)

En el 84 aniversario de su natalicio, dedico estos versos a la memoria ilustre de José Francisco Antonio Peña Gómez, líder de masas, ídolo de multitudes, delirio popular.

Peña Gómez era un demonio electrizante que con su verbo flamígero movía a la gente, avivaba los sentimientos y encendía las pasiones. Todo se estremecía ante su presencia fogosa: era una tempestad que todo lo arrasaba, y ante la cual ya nada permanecía igual.

Fue muchas cosas a la vez: educador, locutor y abogado, orador infatigable y tribuno delirante. Más aún: espejo de las masas, hijo del pueblo, derroche de emociones.

El pueblo se reflejaba en su lengua de fuego, y se estremecía con las notas de su verbo. Así, los discursos resonaban en el alma popular, vibrantes y llenos de emoción; aclamado por las masas, vitoreado con devoción, el orador arrancaba palmas de victoria y triunfos heroicos. Su imagen devolvía el tiempo y dibujaba una viñeta revolucionaria: Danton seguía encaramado en la tribuna, corporizado en el encendido Peña Gómez. Triunfo del verbo revolucionario.

Debo repasar su historia, contándola a trechos. Nació en 1937, hijo de haitiano y dominicana. Fue criado por la familia Álvarez Bogaert, en Mao. Era una familia próspera: tenía propiedades, fincas y negocios. El niño encontró un dulce hogar adoptivo. Allí creció y se forjó. Ya en San Cristóbal, fue monaguillo. Más tarde, en el reformatorio de esa localidad, educó al cubano Pablito Mirabal, uno de los seis sobrevivientes de las aventuras antitrujillistas de 1959.

En Santo Domingo estudió locución y conoció a la que sería su primera esposa, Julia Idalia Guaba. Narró juegos de pelota en San Pedro de Macorís. No salía de La Voz Dominicana, aferrado a la radio. Su piel honda era pura noche. La humildad se le veía en todo: comiendo y hablando con los infelices, sufriendo sus mismas necesidades y angustias. Este choque con la cruda realidad, fue el despertar de su inagotable sensibilidad social. Peña Gómez sufrió la infelicidad y la pobreza cruel; y también el desprecio racial. La igualdad debía ser realidad, y había que luchar por el bienestar colectivo. El pueblo dominicano necesitaba redención.

Resumen diario de noticias

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Se abrieron las puertas de la libertad. En 1961, Trujillo fue asesinado y el pueblo rompió las cadenas que lo ataban a la dictadura infame. Peña Gómez recibió a Nicolás Silfa, Ramón Castillo y Ángel Miolán, los tres apóstoles de Juan Bosch. Ese trío trajo al PRD y lo sembró en la conciencia nacional. Así, ese partido echó raíces profundas; Peña Gómez fue uno de los primeros obreros. Se sumó con tesón y voluntad, entregado incondicionalmente a la causa de la libertad.

En sus discursos libertarios, predicaba el bienestar colectivo, la justicia social y la felicidad pública. Sus desvelos estaban clavados en el sentir de la gente. Él era la voz de los infelices, y la gente lo veía como su animador político. Peña Gómez interpelaba a las masas y ellas, seducidas, respondían a la llamada de su gran líder. Había una extraña empatía entre el orador y su pueblo; ese cemento invisible los unía con vigor y gran fuerza.

En 1962 llegó al poder con el PRD de Bosch. Pero este fue incapaz de gobernar y cayó estrepitosamente, siete meses después. Vino el parteaguas: persecuciones y represalias de los golpistas. Peña Gómez sufrió todo eso, llevando consigo las marcas del desprecio y del odio.

El odio no era tanto por sus afanes políticos como por su color oscuro. La piel erizaba a muchos, desatando los peores sentimientos de enemigos terribles. Pero él, bizarro y estoico, soportaba con firmeza esos ataques viles.

Después del zarpazo contra Bosch, se acercó y se alió a ciertos actores, para así celebrar nuevos comicios y garantizar la participación democrática de los actores políticos. Sin embargo, los sectores dominantes querían perpetuarse en el poder.

Estalló la gran revolución de 1965. Peña Gómez hizo un estruendoso llamado a la rebelión popular; las masas, obedientes a su líder, se lanzaron a las calles y arrojaron su piel en aquellos días peligrosos. La marejada ocupó todo, barriendo al gringo intruso y acometiendo al bárbaro invasor. Días terribles: sangre, fratricidio, luto y muerte, cubrieron a la patria.

La fatalidad marcó la voz del líder popular, que lloró en versos esa experiencia trágica:

«Lloran las viejas campanas de los templos coloniales,

y las madres quisqueyanas vierten de llanto raudales».

En los 70′ fue a Francia, enviado por Bosch. Allí completó sus estudios de derecho; más tarde conquistó el respetable título de doctor. Esa década cruel hizo añicos los sueños y ilusiones de toda una generación barrida por el balaguerato nefasto.

Bosch se exilió en Benidorm, en un retiro creativo que produjo obras maestras, de Composición social dominicana a De Cristóbal Colón a Fidel Castro: el Caribe, frontera imperial. Esa ausencia creó un vacío de liderazgo en el PRM, pero Peña Gómez asumió el control de esa organización asediada. El profesor, harto del caos perredeísta, rompió con el jacho y construyó una estrella, a la que llamó PLD. Este partido era como una versión mejorada y corregida del PRD.

El PRD que ganó las elecciones de 1978, no era ya el de Bosch sino el de Peña Gómez. Las diferencias entre ambos se hicieron nítidas y pronunciadas: Bosch, divorciado cada vez más de la democracia representativa, creía cada vez menos en comicios, esos «mataderos» electorales; Peña Gómez, aferrado a las urnas como escape antibalaguerista, encimó al PRD con su estrategia político-electoral. El cambio fue un parto traumático que dio a luz la democracia. La criatura fue el gobierno perredeísta encabezado por don Antonio Guzmán, un noble hacendado rural que terminaría en tragedia, en el mismo Palacio Nacional.

En 1982, José Francisco se convirtió en síndico del Gran Santo Domingo. Su obra municipal ha quedado más bien como una gestión poco grata. Yo diría más: no se recuerdan grandes realizaciones ni logros al frente del cabildo perredeizado. Sin embargo, sumó a su dilatada carrera política cuatro años de gestión municipal.

Usó esa experiencia para saltar a la Presidencia. Pero no pudo: las rebatiñas internas del PRD, y el Gobierno de Jorge Blanco marcaron su caída. Estas tensiones alcanzaron su clímax en la Convención del Concorde, en 1985, que terminó a sillazos y rabazos blancos. Las heridas orgánicas fueron más hondas que las externas. Jacobo Majluta lo derrotó y alcanzó la candidatura, cuestionado por su gestión gubernamental. Había sido vicepresidente, presidente de transición y director de Corde.

Peña Gómez, herido en su fuero por compañeros de partido, fundó el Bloque Institucional Socialdemócrata. En 1990 se dividió -una vez más- el PRD: Jacobo creó el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Él también estaba herido y flagelado. Falleció en 1996.

En 1994, José Francisco sufrió un fraude colosal; el balaguerato lo maniobró y frustró así al líder perredeísta. La mediación de la Embajada y de Agripino, más la madurez del liderazgo nacional, evitaron una orgía de sangre. Peña Gómez perdió el ‘Dos y Dos’ de Balaguer, mal asesorado por íntimos colaboradores. Claro, el dilema estaba planteado como una trampa balaguerista: los primeros dos años serían insuficientes para realizar una buena gestión; los dos últimos serían igualmente insuficientes para arreglar el desastre mayúsculo que recibiría del balaguerato terrible.

Peña Gómez mostró su gratitud con un excortesano de Balaguer: Fernando Álvarez Bogaert, a quien mantuvo como su candidato vicepresidencial. Si él moría, el sucesor vengaría con sevicia el trato del longevo Balaguer. Este no debía permitir semejante desconsideración, puesto que podía sufrir el mismo destino de Jorge Blanco. La venganza lo acechaba para derribarlo a hachazos y carcelazos.

Balaguer jugó su mejor carta, primero en las urnas espurias y después con el apoyo a una figura fresca y novedosa. Encimó a Leonel Fernández en 1996. José Francisco, humillado y despreciado, no guardó rencor:

«Yo amo a mi pueblo, a mi país. A lo largo de toda mi vida he pagado un alto precio por eso. He recibido ataques feroces, a veces mortales, a veces con veneno más sutil, como ahora. Pero yo los perdono, mis adversarios pueden contar con mi perdón».

En 1998 fue candidato a síndico de la Capital, el viejo cargo que ya había desempeñado. Ese mismo año murió, sin ver el nuevo triunfo municipal y sin disfrutar la gran victoria del 2000.-

 

 

 

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