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20 de abril 2024
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Pelegrín: militante defensor de la soberanía

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Si nuestro país cuenta con una familia valiente, solidaria y resuelta en la defensa de nuestra soberanía, es precisamente la de Pelegrín Castillo. Sus hermanos, Juárez y Vinicio, así como su padre, el Dr. Marino Vinicio Castillo, un destacado jurista ampliamente conocido a todo lo ancho de la geografía nacional, no necesitan presentación. Sus posiciones en defensa de la constitucionalidad, el interés nacional y la coherencia que han exhibido a través de los años, son dignos de encomio y admiración. Claro, en un país en el que las instituciones están organizadas en torno a la corrupción, resulta poco rentable políticamente denunciar las purulencias de un sistema que ya no resiste más remiendos. Pero a pesar de esa realidad, han sido tenazmente intransigentes en su lucha por sentar las bases que permitan edificar el país al que todos aspiramos.

Ahora bien, Pelegrín se ha preocupado en plasmar sus ideas por escrito con el propósito de que perduren más allá de la efímera existencia a la que estamos destinados. En ese sentido, publicó hace una década un libro titulado “Haití y los intereses nacionales”, en el que expone posibles soluciones para contener un flujo migratorio que desborda las posibilidades nacionales. Al traducir el drama de los vecinos en cifras expresa: “El porcentaje de consumo de combustibles-leña, carbón, bagazo, desechos animales y vegetales- en un país con problemas agudos de deforestación, se mantenía en 1993 en los mismos niveles que 20 años antes. Esto es, (86%) como porcentaje del consumo global de energía, mientras que el consumo de energía doméstica procedente de la leña representaba en 1990 el 72% del consumo total”. Estos datos escalofriantes reflejan la peligrosa cultura depredatoria de nuestros vecinos sobre sus propios recursos naturales, quienes ya se encuentran ejerciendo impunemente las mismas prácticas en territorio dominicano.

Asimismo, destaca el autor que para 2031 la población haitiana se duplicará de conformidad con proyecciones estadísticas, o sea, con un índice de natalidad muy superior al de los dominicanos. El crecimiento exponencial de una población foránea en nuestro territorio genera a mediano y largo plazo un proceso de sustitución de personas, cultura, valores e identidad nacional, que es precisamente lo que se pretende. Sobre la inviabilidad del Estado haitiano, Pelegrín señala: “(…) estamos en presencia de un Estado nacional desintegrado, colapsado, que sólo tendrá posibilidad de recomponerse a través de un esfuerzo estratégico de los que dentro de la comunidad internacional sí pueden y sí deben asumir la reconstrucción de Haití en Haití”. Esta aseveración es correcta, toda vez que deberían ser los países miembros de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) que, por sus vínculos naturales con Haití y la región del Caribe, tienen la obligación moral de cooperar activamente con su reconstrucción. Sin embargo, la tendencia ha sido intervenir en determinadas circunstancias críticas para, posteriormente, abandonar a su suerte a ese desafortunado país.

Pelegrín Castillo, un militante defensor de la soberanía dominicana.

Pelegrín advierte en su obra, con justa razón, cómo la comunidad internacional “viene ejerciendo presiones inaceptables para coartar el legítimo derecho del Estado para repatriar ilegales haitianos a su país, así como proponiendo fórmulas relativas al status jurídico que sólo pueden decidir los poderes públicos nacionales”. Cuando denuncia las fórmulas jurídicas que se vienen imponiendo, más que sugiriendo, se anticipó a la inconstitucional Ley No. 169/14, que fue redactada por una oficina de abogados norteamericana para restarle efectos jurídicos a la sentencia TC/0168/13, dictada por el Tribunal Constitucional. Lástima que esta jurisdicción haya descuidado agendar, conocer y fallar esta normativa que ha sido impugnada por importantes organizaciones nacionales. Nada justifica esta imperdonable omisión varios años después de haberse depositado diversos recursos impugnando la referida ley.

Resulta importante destacar otro aspecto reseñado en el libro, y es como el atraso de la clase empresarial dominicana, que lejos de invertir para tecnificarse y tornarse eficiente, ha preferido sostener su competitividad sobre la base de explotar una mano de obra no calificada, ilegal e indigente a las que en ocasiones se le desconocen sus derechos. Esta práctica ha sido adoptada sin tomar en consideración el desplazamiento de la mano de obra dominicana y la violación a las normas laborales en cuanto al porcentaje permitido para emplear extranjeros. Al abordar este punto, se expresa: “No importa que se desplace mano de obra nacional, ni que se depriman los salarios de los dominicanos, ni que se refuerce el equilibrio de la pobreza, ni que se retrase la innovación de los procesos productivos, ni que se discrimine a los trabajadores dominicanos colgándoles el sambenito de vagos o indisciplinados, ni que se violenten las normas de nacionalización del trabajo”.

En efecto, la tendencia ha sido implementar políticas de subsidios, de asistencialismo parasitario en los sectores económicamente deprimidos, favoreciendo así la introducción de mano de obra devaluada con la finalidad de justificar el extendido criterio que actualmente prevalece en un sector de la población: “los dominicanos no quieren trabajar”. Nada más falso, todo ha sido producto de un plan para crear una minoría étnica en nuestro territorio (jurídicamente dominicana y culturalmente haitiana), facilitando así la desnacionalización del trabajo y promoviendo un proceso de sustitución de población que resulta sumamente peligroso por atentar contra la seguridad, soberanía, integridad y dignidad del pueblo dominicano. Esos macabros designios se observan fácilmente cuando las autoridades, además de flexibilizar en la práctica los mecanismos de adquisición de la nacionalidad (violando la Constitución y leyes vigentes), también suprimen las redadas y se hacen de la vista gorda con los empleadores que violan el Código de Trabajo.

En cuanto al peligro que representa desestabilizar la población de un país, Pelegrín nos enseña que no es lo mismo comparar el éxodo de dominicanos a los Estados Unidos, que el de los haitianos hacia nuestro país, puesto que el tamaño de la economía y el territorio son determinantes para calcular la capacidad de absorción. Ciertamente, al referirse a ese desbalance en la región fronteriza, expresa: “La frontera se desvanece por el prolongado abandono de las políticas públicas, provocando un grave desequilibrio de poblaciones: por cada dominicano que habita en las provincias fronterizas existen siete haitianos que habitan en los departamentos fronterizos. Esto, en términos estratégicos, resulta sencillamente catastrófico y empieza a manifestarse con la creciente haitianización de la región”. Se trata de una verdad irrefutable, en vista de que basta una simple ojeada para constatar esta alarmante realidad.

La documentación contenida en este valioso aporte bibliográfico pone de relieve insistentemente la necesidad de que la comunidad internacional intervenga para reconstruir las instituciones y economía del vecino país, aunque este planteamiento, lejos de concebirse como una posibilidad, se formula enérgicamente como reclamo. Y es lógico que así sea, dado que como bien afirma Pelegrín “si la cuestión haitiana perdiera su carácter internacional, tendería a convertirse exclusivamente en un problema insular y, por tanto, dominicano”. Desafortunadamente esa ha sido la apuesta de esa comunidad internacional: transferirle esa responsabilidad al pueblo dominicano. Por eso ha estado evadiendo durante años el problema, a fin de distanciarse de la reconstrucción que reclama a gritos esa depauperada nación que ha sido víctima de innumerables vicisitudes.

Pelegrín, quien fue miembro de la desaparecida entidad patriótica Unión Nacionalista y actualmente forma parte del Comité de Solidaridad con Haití, plantea un esfuerzo de los Estados Unidos, Canadá y Francia para elaborar una especie de Plan Marshall para la recuperación de Haití. Una idea audaz, justa y pertinente para reconstruir al país más pobre de la región, tomando como antecedente la iniciativa norteamericana para ayudar a Europa Occidental después de la Segunda Guerra Mundial. Esa aspiración que tenemos todos los habitantes de esta isla, dividida en dos naciones, se ha ido desvaneciendo con el discurrir del tiempo, toda vez que no existe genuina voluntad por ayudar al pueblo haitiano.

Esa ausencia de voluntad se evidencia en las declaraciones del Comité de Solidaridad con Haití, incluidas en la parte final del texto. Una de ellas, que data del 12 de julio de 2010, indica: “La comunidad internacional sigue demostrando un débil compromiso con Haití y su futuro. Se han efectuado cuatro conferencias internacionales, y aunque los anuncios de aportes para la reconstrucción envuelven sumas de miles de millones de dólares, no se han cumplido compromisos inmediatos y puntuales por apenas doscientos millones de dólares para cubrir déficits apremiantes, lo que arroja serias dudas sobre la cooperación real y efectiva”. Ciertamente que esos esfuerzos de reconstrucción no han pasado de vanas promesas que se han ido disipando a medida que avanzan los años y se agravan las dificultades.

Actualmente la realidad salta a la vista: los problemas haitianos han sido transferidos al pueblo dominicano, que se encuentra en una situación difícil y delicada. De ahí la imperiosa necesidad de adoptar medidas concretas y perseverar en planteamientos justos para proteger el supremo interés nacional. Esa es la razón por la cual debemos prestar atención a las ideas de todos los que han defendido y aún defienden la identidad y soberanía nacional. Pelegrín Castillo, al igual que su familia y otros tantos dominicanos, constituye un ejemplo de virtud ciudadana. Asumir responsabilidades, sin importar el costo social, político o económico, es un mérito incuestionable que sólo aquellos que tienen convicciones claras pueden sostener sobre sus hombros durante largo tiempo, así sea el que abarca su ciclo vital.

JOTTIN CURY HIJO

*El autor es abogado y experto constitucional.

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