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24 de abril 2024
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OpiniónClemen García DClemen García D

Mi tía Casandra, en el centenario de su natalicio

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Hoy las puertas saldrían por las ventanas si La Soberana estuviera viva. Su casa fue como su vida: un espacio de alegría, hermandad, familiaridad, arte, emotividad.

Le encantaba recibir en la mansedumbre del hogar toda clase de expresión artística, siendo un puente por el que pasaron grandes estrellas del firmamento nacional, dando apoyo a sus iguales con la única y verdadera intención de propagar el buen arte dominicano.

Mujer de carácter fuerte, de imponente figura, bella criolla de cadencia al bailar. Su registro de voz era sensual, envolvente, mágico.

Madre de tres formidables hijos, mis primos Papito, ya fallecido; Checheo y Luisa. Amante de la vida en familia.

Luis Rivera –el tío Luis, padre de mis primos Checheo y Luisa- la retrata en una magistral composición que le dedicara, “Ella”. No en balde, Papito describió al Maestro Rivera como “un hombre que no era de este mundo”.

Es decir, en la casa de tía Casandra se respiraba y transpiraba el arte.

De mis recuerdos de infancia guardo la majestuosidad de sus trajes de baile, del tiempo de dedicación a la selección de telas y bordados para su posterior confección. De los días de ensayos en Bellas Artes, y del desfile de grandes luminarias tanto nacionales como internacionales por la casa.

Mis padres se enamoraron en la época dorada del bolero. Aprendí a escuchar buena música desde el vientre de mi madre. Por eso me entusiasmaba tanto ver a mi tía cantar a modo de ensayo con las pistas de música, en aquel cómodo salón ubicado en el segundo piso de su casa.

Del rico olor en la cocina, cada vez que tenía la oportunidad de comer con ella. Dice un médico amigo de la familia que no hay un Damirón flaco, que si existe es “falsificao”. Somos verdaderos amantes del buen comer, con tertulia incluida.

Definitivamente, la casa de la José Contreras trae gratos recuerdos evocativos de mi niñez.

En aquella época pocas mujeres conducían. Ella lo hacía en su hermoso Cadillac blanco de asientos en piel color granate, espectacular. Nos íbamos a la calle El Conde, a buscar todo lo relativo a su ajuar de presentación.

Llegábamos y se pueden imaginar como las muchachas de las tiendas, pedigüeños,  policías, todo el derredor, hacían la bulla propia que se hace a un ser popular y querido por demás.

La Soberana vivió como quiso, siempre ocupada en cosas productivas. Era muy creativa y divertida. Eso sí, cuando tronaba había que dejar el claro.

Tuvo el privilegio de sentirse amada, consentida, valorada y admirada. Tanto, que cien años después entre reconocimientos y homenajes la seguimos recordando en su natalicio.

Me siento orgullosa de llevar un apellido que arrastra dignidad y prestigio.

¡Que viva La Soberana!

Por: Clemencia García Damirón

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