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19 de abril 2024
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9 min de lectura Una mirada al pasado

Luperón: la vida de un prohombre y el sacrificio de una república

Luperón: la vida de un prohombre y el sacrificio de una república
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EL NUEVO DIARIO, SANTO DOMINGO.- Gregorio Luperón, el paladín de la Restauración y el prohombre de la Segunda República, llegó al poder en octubre de 1879, después de un intenso afán de libertad y heroísmo.

Su vida, marcada por andanzas patrióticas, sufrió la lisura del sacrificio y se metió en la malla de la misma dominicanidad. Es justo ir a sus singulares raíces.

Luperón nació el 8 de septiembre de 1839, en la costera villa de Puerto Plata. Era hijo del Atlántico, bañado por las candentes aguas del océano y por los refulgentes rayos del sol tropical. Allí se curtió.

En realidad, debió llamarse Gregorio Castellanos Duperón (o Duperrón). La razón es que sus padres eran Pedro Castellanos y Nicolasa Duperón. Un altercado familiar evitó el apellido paterno, y el niño solo llevó el materno. No solo eso: el Duperón de la madre era de origen francés, pero Gregorio lo castellanizó, convirtiéndolo en Luperón.

Desde niño tuvo que trabajar, agotando largas y tortuosas jornadas laborales, ocupado en vender dulces y otras cosas. Iba descalzo: tan pobre era. Apenas pudo recibir alimento educativo. La escuela no pudo amamantarlo.

Entró como obrero a la finca de Pedro Eduardo Dubocq, un acaudalado hacendado de la zona con propiedades en Jamao. Allí cortaba árboles y hacía otros afanes. Pero también encontró una ocupación más placentera: las «Vidas paralelas» de Plutarco. El muchacho, alias «Goyito», las devoró con fruición y se forjó un ideal mayor, concibiendo un eco de grandeza inspirado en los héroes de Plutarco. El heroísmo lo reconcomía ya.

Entonces estalló el grito de la libertad, pregonado por José Cabrera, Santiago Rodríguez y Benito Monción. Estos patriotas cruzaron la frontera con Haití y proclamaron en Capotillo la Restauración nacional.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué esa proclama resonante y libertaria?

La pequeña y bisoña República estaba desgarrada por dentro y por fuera. Las luchas fratricidas y las amenazas exteriores devoraban a la nación. Dos bandos políticos se disputaban el poder: el Partido Rojo o Conservador y el Partido Azul o Liberal. Rojos y azules estallaban en conflictos y pugilatos. Sin embargo, tenían una razón para unificarse: la irritante presencia haitiana. Las amenazas de Haití unificaban, así, el sentimiento nacional. El punto máximo de esta avenencia lo aportó el encuentro entre Juan Pablo Duarte y Pedro Santana. Encuentro disímil: el Santo frente a la Bestia.

Así pues, el pueblo dominicano construyó un orden nacional frente a Haití. Los dominicanos dibujaron sus perfiles y su identidad nacional, y decidieron separarse de sus opresores. Quiero decir: descubrieron que no eran negros como los haitianos, no hablaban créole sino español, y no practicaban el voudú sino el catolicismo. En realidad, no sabían lo que eran, pero sí qué no eran. Esa negación era la afirmación de la idiosincrasia.

Resumen diario de noticias

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He hablado de Santana. Ahora debo decir que este brutal caudillo cometió un pecado mayor: el liberticidio de la Anexión a España. En efecto, sepultó a la República, enterró la soberanía nacional y vendió la patria a su antigua madre histórica. Santo Domingo volvía al vientre materno, después de cuatro décadas, y se convertía en una neocolonia española. La fecha es una infamia: 18 de marzo de 1861, cuando se proclamó la Anexión en la Plaza de la Catedral, se arrió la bandera trinitaria y se izó la española.

Cierto, la traición santanista sedujo a los sectores más elitistas y brillantes, y no estuvo exenta de promesas luminosas. A los dominicanos se les prometió bienestar colectivo y un porvenir rutilante. Sin embargo, sobrevino un cataclismo social. Los españoles desplazaron a los dominicanos, los oprimieron y los humillaron en su propio territorio. Faltó poco para que se restableciera la infamante esclavitud. Los prelados españoles cogieron los principales puestos y parroquias, para obtener mayores beneficios del altar. Además, se le impuso un insoportable impuesto de carga y montura a los dominicanos.

Todo ello era, sencillamente, degradante e inaguantable. El pueblo desató sus cadenas y pregonó una vez más la libertad. La Restauración de la República era el anhelo mayor de la dominicanidad herida y ultrajada. Así, Luperón engrosó al soberbio ejército restaurador, y lo hizo con bravura, montado a caballo y con espada.

Santiago, incendiado y convertido en cenizas, erigió al primer Gobierno Restaurador, el 14 de septiembre de 1863. Lo presidía el español-dominicano José Antonio «Pepillo» Salcedo. La sede era la casa de Antonia Batista, donde está hoy el Archivo Histórico.

He dicho que la Restauración fue un volcán popular que desató las energías bélicas de un pueblo traicionado y vendido. Desde que arrancó la ominosa Anexión, brotaron presagios de una gran revuelta. Hubo rebeliones en San Francisco, donde nacionalistas protestaron y asaltaron el cuartel militar; en Neiba, con asonadas y protestas; y en Moca, con una sedición acaudillada por el coronel José Contreras, Cayetano Germosén y José Inocencio Reyes.

La Restauración se extendió como un reguero de pólvora. En febrero de 1863, Santiago ardió y se rebeló, pero los sediciosos fueron sofocados y algunos ejecutados. Realzo el ejemplo del poeta Eugenio Perdomo, protagonista de una anécdota memorable. Fue llevado a despedirse antes de ser fusilado y, ya de regreso para cumplir la cruel sentencia, le ofrecieron una montura; pero él la rechazó, diciendo: «Los dominicanos cuando van a la gloria, lo hacen a pie».

No voy a discutir la estelaridad y el protagonismo de las figuras restauradoras. Solo diré que los historiadores están divididos: para Pedro María Archambault, la figura máxima fue Santiago Rodríguez; para Juan Bosch, Gaspar Polanco; para otros, Luperón.

La oriflama española fue apeada el 11 de julio de 1865, y en su lugar volvió a ondear el pabellón tricolor. La desdichada República estaba ensangrentada y languidecía en la inopia. Los campos quedaron destruidos, las cosechas se fueron a pique, y las actividades productivas eran poco menos que nulas. Por esto, la Restauración política debía ser también una restauración económica y social.

Esta titánica tarea recayó sobre los restos de la patria restaurada. Claro, Haití no era ya un peligro nacional, pues había sido un decisivo aliado para los restauradores. Sin embargo, las luchas fratricidas revivieron con fuerza y amenazaron a la nación. Retorno cruel: rojos contra azules, liberales contra conservadores.

José María Cabral y Luna, un centauro restaurador que se había educado en Inglaterra, desplazó del poder a Pedro Antonio Pimentel y reconvirtió a Santo Domingo en la sede del Gobierno nacional. Este zarpazo avivó las pasiones en el bando azul. Así, Cabral buscó a Buenaventura Báez, el gran Satán para los restauradores, y lo puso en el trono. Esa actuación era un delito de lesa patria. Cabral había pecado, traicionando al ideario restaurador y a la misma República.

Báez recogió los frutos políticos de la Restauración e inició su tercero y efímero gobierno. Se vio reciamente enfrentado por los liberales. Esta vez el protagonista sería indiscutible: Luperón se puso al frente de la rebelión contra el caudillo rojo, y formó un triunvirato junto a Federico de Jesús García y Pedro Antonio Pimentel. Ese trío de rebeldes operaba en el Cibao y hostilizaba al régimen baecista. Báez cayó y regresó Cabral al poder.

Cabral se dedicó a negociar e hizo tratativas con Estados Unidos. Claro, no llegó tan lejos como lo haría Báez, y no encontró mayor resistencia. José Ramón Luciano, Francisco Antonio Gómez y José Hungría maniobraron y lo tumbaron en 1868. Además, conformaron una junta esperando el retorno de Báez.

El caudillo conservador se juramentó por cuarta vez el 2 de mayo de 1868, e inauguraó así su nefasto régimen de seis años. No tuvo tregua. Fueron años de intenso batallar contra los planes antinacionales del baecismo abyecto. Báez negoció la Patria y trató de venderla. Es más: llegó a enajenar la bahía y península de Samaná -donde se establecieron buques y personal de Estados Unidos-, y concertó un oneroso empréstito con el inglés Edward Hartmont. Del préstamo, ascendente a 895,000 libras esterlinas, el país solo recibió 38,095: el resto se fue en comisiones y latrocinio. Eso se llama una gran estafa nacional. (Esa deuda tendría funestas repercusiones y conduciría a una catástrofe histórica: la ocupación estadounidense de 1916.)

Luperón, fiero y decidido en la liza, combatió al mandatario vitando. Así, se opuso con vigor y aceleró la resistencia armada, para lo cual tuvo que endeudarse; preparó una expedición armada, se embarcó en la aventura e incursionó fugazmente en territorio dominicano; y, finalmente, tuvo que replegarse. La embarcación fue detenida y confiscada. Cabral, ya reivindicado en el bando liberal, era su aliado. Pero les faltó logística y apoyo.

En 1874, Báez fue arrojado del poder y huyó al extranjero. Le sucedió Ignacio María González, que había hecho una fusión de partidos -rojos y azules se transformaron en ‘verdes’. Anuló los contratos nefastos de la administración anterior. Pero cometió un ligero pecado: no reconocer todas las deudas del gran Luperón.

El incansable caudillo del Partido Azul acusó a González y, junto a la Sociedad Amantes de la Luz de Santiago, crearon el movimiento de la Evolución. El anhelo: sacar a González del poder. Tuvieron éxito: el gobierno se derrumbó y ascendió Ulises Francisco Espaillat, el prócer civil de la gran Restauración.

Espaillat no estaba hecho para la brega política, pues era un civilista con valores democráticos y liberales que trascendían la estrechez del medio. Si él pertenece por derecho propio al liberalismo dominicano del XIX, debe ser considerado como un liberal elitista y excluyente. Odiaba al merengue, censuraba el sancocho, vituperaba otras expresiones culturales. Para hacer sus críticas se escondía en el seudónimo de María.

Se reveló débil, sin carácter ni don de mando. No pudo -o no supo- lidiar con los mandos militares, cayó estrepitosamente y se asiló el 5 de octubre de 1876. Las llamas se avivaron y González volvió al poder. Tumulto, caos…

Entonces surgió Cesáreo Guillermo, cuyo padre Pedro había sido un fiel baecista. Bregó y gobernó. Sin embargo, Luperón, refugiado en su natal Puerto Plata, desconoció a Guillermo y despachó una fuerza al mando de Lilís, puertoplateño como él y su fiel pupilo.

Lilís -Ulises Hilarión Level, hijo de D’Assas Heureaux y Josefa Level, y criado por madame Rose- había sido su compañero de infortunio, en Haití y Dominicana. En Haití había quedado lisiado de una mano, cuando tuvo una pendencia con Juan Antonio Abad, quien lo hirió y resultó muerto a tiros por el joven bizarro. El motivo del incidente fue una frazada que ambos se disputaron.

El pupilo cumplió su misión y derrocó al gobernante. Ese mismo día -6 de octubre de 1879- Luperón inauguró su gobierno, con sede en Puerto Plata. En su gobierno de 11 meses, apoyó a los bomberos y a la prensa, respetó las libertades públicas y acogió a Eugenio María de Hostos, el ilustre educador puertorriqueño.

El prohombre puertoplateño -forjado como los héroes de Plutarco- salió del poder y dejó al padre Fernando Arturo de Meriño el 1 de septiembre de 1880. Meriño dictó un decreto cruel y sangriento: el de San Fernando, el 30 de mayo de 1881. Lilís fue el encargado de aplicarlo, saciando así su sevicia y su apetito criminal. Pero esa es otra mirada a la historia.-

 

 

 

 

 

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