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20 de abril 2024
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OpiniónElvis ValoyElvis Valoy

Para los gustos te obligan los colores

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Dicen algunos que, “la ignorancia es el pleno disfrute de la vida”, apotegma que en su comparación con la realidad parece verdadero, pero que no comparto y disiento.

Tanto caminos andados, tantas millas recorridas, tantas noches oscuras anunciando el amanecer que preconiza “otro día vivido”, deben quedarse en el pensamiento para moldear a la gente en su criterio.

No sé si al fin de cuentas y con el discurrir del tiempo la facultad de apreciar lo bello se le hace a uno tosco, para entonces sin uno proponérselo, caer dentro del epígrafe de Antonio Machado cuando dice:” Es propio de aquellos con mentes estrechas embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza”.

Confieso que mi placer ante el arte se ha convertido en una incógnita difícil de descifrar. No coincido con todo el mundo, y a veces palpo cosas que la persona de al lado tiende a pasar por alto.

Acudí a ver la película Madre, del director Darren Aronofsky, y con las actuaciones de Jennifer Lawrence y Javier Bardem, y a pesar de que el filme generó hasta abucheos en festivales europeos y apabullantes críticas negativas, y observen qué cosa…a mí me gustó la cinta.

Ese trato en Madre del éxito, el ego artístico, el machismo de clase media, la idolatría, el tótem personal que persiguen algunas gentes, etc., me hizo disfrutar de un gran sabor estético. Esa escena final de arúspice, buscando en las entrañas femeninas el talismán que motiva su vida, estuvo antológico.

Indiscutiblemente que del deleite al atrevimiento hay un camino recto, y es el ser imperfecto. Esta época es del encuentro entre lo clásico y lo popular, y de esa misma manera le trabaja la estética interna a uno en la mente.

Siempre afloran a mi mente los años ochentosos en que salía de clases en la UASD, y caminando raudo acudía al Teatro Nacional a los cursos de apreciación musical que impartía el maestro Julio Ravelo de la Fuente, en donde junto con los ya conocimientos de solfeo y teoría musical, incrementé mis saberes del arte de bien combinar los sonidos con el tiempo.

Liszt, Mozart, Bach, Beethoven, Berlioz, etc., ya no me resultaban extraños a partir de ahí, pues esa música que únicamente podía disfrutar a través de un programa que dirigía por una emisora en FM, un señor llamado Santiago Lamela Geler, que años después llegué a ver en el edificio de Teleantillas, (y que me dio la sensación de que esa figura no era más que un misántropo rodeado de fantasmas que lo perseguían y lo torturaban), me resultaba familiar.

Literatura, música, pintura, escultura, se presentan como la maza que a golpe de libros y experiencias sensoriales le infligen una forma ecléctica de percibir la belleza de las cosas. Y durante esos años ochenta en los que salía de la biblioteca del Museo de Arte Moderno en la Plaza de la Cultura, topetándome con la propuesta artística de Soucy de Pellerano, Amable Sterling y su Icaro, Fernando Peña, Vela Zanetti, etc., me amoldarían años después como sujeto espectador de un gusto extrañísimo. ¡Juventud, divino tesoro!

Esas caminatas citadinas culturales no solo me mantuvieron una salud de roble, sino que también convertían a uno en ubicuo, y del Museo de Arte Moderno caía a la Cinemateca Nacional, dirigida en ese entonces por el cineasta Agliberto Meléndez, y entre cintas de Fellini, Pasolini, Buñuel, etc., y las conversaciones en la UASD con el destacado crítico cinematográfico Humberto Frías, se sientan las bases del placer por el séptimo arte.

Qué sino esa la mezcla absurda de tantas cosas, sea la que contribuya a que uno, deambulando por una de esas estaciones de trenes europeas, de repente escuche una voz soprano angelical, enervante de nervios; entras a la tienda de disco que suena la artista, y sales de ahí con el último CD de la cantante alemana Diana Damrau.

Lo popular, ligado con la sangre caribeña lleva a un curioso del arte, como yo, a ver en la percusión, fusionado con vientos, cuerdas y teclas todo un mundo musical. Los trabajos de Raphy Leavitt y la orquesta boricua La Selecta, Ray Barreto, Roberto Roena, Johhny Pacheco, Celia Cruz, José Alberto (El Canario), Rubén Blades, Willie Colón, Eddie Palmieri, y otros más, han escrito un capítulo imborrable en la música latina.

En el recorrido por estos vericuetos de la vida termina uno convirtiéndose en un extraño esteta que nunca osa dar a conocer sus aficiones por temor al qué dirán. Me encantan los temas de La Lupe, escucho a todo volumen Amorcito de mi Alma interpretado por el bachatero Inocencio Cruz, bailo hasta encima de una mesa un merengue del Negrito Truman. ¡Senectud, divino tesoro!

Debo reconocer que en mi placer estético lo popular no quita lo panfletario, pues disfruté sobremanera aquella semana que se inició el lunes 25 de noviembre del año 1974, en el Estadio Olímpico, en donde se llevó a cabo los Siete Días con el Pueblo.

Pero 40 años después, el amigo Charlie Núñez organiza la conmemoración de ese acontecimiento musical en el Pabellón de Voleibol del Centro Olímpico, y fui a esa cita de “dinosaurios” en edad provecta, y lo disfruté a plenitud, rememorando aquella semana dedicada a la Nueva Canción y las libertades (ojalá Charlie se motive a organizar ese tipo de actividad todos los años).

Al final de esa vereda zigzagueante de excitación de los sentidos a través de las más diferentes manifestaciones del arte, qué sino una sensación estética de ermitaño es la acompaña a uno a ser testigo de primera butaca del arte en sentido general.

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