Una de las aspiraciones élites a las que nadie se atrevería eludir es el cargo a la presidencia de una nación. Para muchos una oportunidad imposible, para otros un sueño majestuoso, espléndido y opulento, para mí «Un desgaste físico que no perdona el poder».
Evidentemente la lucha por el poder no es una disputa factible para él o la candidata que decida impeler en esta batalla. Una ojeada al pasado y precisamente al momento justo en donde después de la guerra se gana «la gloria», nuestros presidentes fueron juramentados con un rostro que fue transformado por el cargo, el poder y la responsabilidad de toda una nación.
De rostros optimistas a uno atribulado, de ánimos fornidos a uno frágil y debilitado, de salud a enfermedades que surgen por la misma posición. Una realidad evidenciada por el peso de una historia que atrapó sus vidas, otorgándole los guiones principales y el protagonismo de una realidad que más que provecho, suele traer desdicha.
Lo cierto es que ellos llegan a «la gloria» de una manera y son apartados con otro semblante. Una apariencia que se va desgastando por el trajín del poder.