Las remolachas blancas

Por Fernando Despradel miércoles 15 de marzo, 2023

Prometo que con esta crónica me escaparé del túnel de tiempo correspondiente a esa maravillosa etapa de la adolescencia que todos tuvimos.

En Constanza desde que tengo razón la agricultura es un tema dominante en todos los grupos y ambientes, como protagonistas directos o actores secundarios.

Desde temprana edad me involucré a la vida agrícola de la familia y viví en primera las glorias obtenidas, pero también sufrí como nadie los duros reveses sufridos no en pocas universidades por familiares y seres queridos.

También fue testigo de como muchos emergieron desde las cenizas para levantarse triunfadores como la famosa ave con la conjunción de una serie de factores de mercado y clima.

Me sentí tentado a probar suerte y ejercer como todo un curtido agricultor, gracias a que un querido tío tuvo la odisea de creer en los sueños de un muchacho de catorce  años y brindarme todo el apoyo y asesoría necesarios.

Debo agradecerle a mi tío Milo (Emilio Durán) por siempre.

Discutimos en principio sobre lo que más me convenía cultivar, con su experiencia y sapiencia me indicó sembrar el cultivo de la remolacha, ya que no representaba una ejecución tan complicada, regularmente tiene precios sustentables y de cuando en cuando los precios se encaraman por las nubes.

Me facilitó un terreno que no tenía en explotación y que por su composición (arenoso y con buen material orgánico, ya que estaba en las laderas de un cerro) resultaba ideal para ese cultivo.

Su extensión era de unas veinte tareas y disponía en la parte superior de un canal.

Su respaldo incluía abrirme un crédito, bajo su garantía para obtener las semillas, abonos, yerbicidas, fungicidas, veneno y otros, cuya deuda debía ser honrada con los primeros ingresos de la cosecha.

Su encargado era un hombre blanco, bajito, de poco hablar, pero con buena disposición y de trato afable.

Lalo era de por sí el cerebro de la aventura a la que nos encaminabamos.

[5:53 p. m., 31/1/2023] Fernando Despradel Duran: Me recuerdo perfectamente la mañana bien temprano, con una jarra de café reunidos Lalo, mi tío Milo y este aprendiz de agricultor trazando el acuerdo de la siembra de remolachas entre Lalo y yo.

El dictaminó que yo sería responsable de aportar los recursos de los insumos: semillas, abonos, fungicidas, venenos, etc. (lo cual tomaría a crédito en la agroquímica).

Lalo aportaría la mano de obra necesaria (auxiliado por sus hijos).

Mi tío nos facilitaría el tractor para la preparación del terreno, hasta dejarlo listo para la siembra.

Tío Milo sentenció que los beneficios se repartirían en una proporción del cuarenta por ciento para Lalo y el sesenta por ciento corresponderían a mi.

Indicó que hasta no vender toda la producción y establecer bien los costos, no se distribuirían los beneficios.

Todos estuvimos de acuerdo con esas generosas condiciones; teniendo en cuenta la donación del costo de la preparación del terreno.

Me sentía como que había conquistado un imperio o hubiera llegado a marte.

Desde la primera jornada, me encaminaba con una alforja en la mochila y un termo de agua hacia Los Cerros, distante unos dos kilómetros del pueblo.

Regularmente a pie, en contadas oportunidades una bola providencial me encaminaba.

Desde la adecuación del terreno para los trabajos del tractor, estuve supervisando tenazmente las labores y contribuyendo con algunas acciones.

Resultó sumamente emocionante ver ejecutado esa primera etapa del cultivo, ya los surcos debidamente listos para la siembra.

Previamente en la primera etapa de preparación de terreno se aplicó un nematicida granulado para higienizar el terreno, el cual se esparció hasta las capas más bajas por efecto de la remoción del terreno.

Se utilizó el método del «floreo» para la siembra,  el cual consiste en lanzar las semillas al terreno y luego cubrirlas mediante un arrastre de ramas.

Insistí que me permitieran lanzar las semillas para una pequeña área, la cual creció correctamente.

Cada acción la disfrutaba y me invadía la emoción.

Lalo era un hombre de poco hablar, pero contestaba de buena manera lo que se le preguntaba.

Ver nacer las matas, su crecimiento..eran procesos que me llenaban de emoción.

Cada día los hijos del socio se ocupaban de eliminar las yerbas que aparecían en el terreno.

Muchas veces al emprender el camino una espesa neblina envolvía todo y la visibilidad se reducía a unos pocos metros.

Casi llegaba a mi destino y la neblina no se había retirado.

En el trayecto me detenía en algunos sembradíos de remolacha regularmente de más avanzado desarrollo e imaginaba las nuestras en ese estado.

En ocasiones atravesaba el cerro y caía donde mi tía Turca.

Eso era otro mundo, el patio repleto de gallinas, patos, pavos.. jaulas de tórtolas y pericos.

Cañas por un lado y árboles de frutales por otro.

Mis primos siempre sonrientes y prestos a jocosidades.

Rafelito me propinó a modo de chanza la primera afeitada de bigote con una navaja media bota.

Todavía cada vez que me ve celebra la travesura.

La comida de Turca era una ricura, a la leña, con ese sabor tan natural.

Premiado al final con una panela riquísima.

Aplicar abono al sembradío resultó una tremenda experiencia.

Con una cubeta repleta de triple quince esparciamos el abono por todo el terreno.

Una mojada desde la rigola, bien controlada, con el propósito de que el abono se disolviera e hiciera sus efectos en las plantas.

Tuve que ausentarme por unos cuantos días para resolver algunas situaciones en La Vega.

Al regreso quedé impresionado por el desarrollo del sembradío, las plantas estaban como las que veía en el trayecto y con un color rojo bien acentuado.

Por Fernando Despradel 

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