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24 de abril 2024
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OpiniónNeftalí Eugenia CastilloNeftalí Eugenia Castillo

Las iglesias evangélicas y la contaminación sónica

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Quiero empezar diciendo que no tengo nada en contra de los hermanos evangélicos, aun más, algunos de mis familiares son protestantes y les quiero y respeto mucho. De modo que la reflexión que haré a continuación no responde a ninguna antipatía, inquina o aborrecimiento de mi parte. Dicho esto, vamos al grano.

No sé si has tenido la mala suerte de vivir al lado de una iglesia evangélica y tener que vocear en tu propia casa para que te puedan escuchar tu mujer o tus hijos por la bulla excesiva que hacen los pentecostales al momento de predicar o de “alabar al Señor”, como ellos dicen.

Tampoco sé si has tenido que levantarte un domingo en la mañana (que para muchos es el único día que tienen en la semana para quedarse un ratico más en la cama) porque tus vecinos evangélicos llegan a irrespetar la paz del sueño, tu descanso familiar, tu día sin contaminación auditiva..

No sé si al subirte al Metro de Santo Domingo o en alguna “voladora” en horas de la mañana, cuando tu espíritu busca la paz del silencio matutino para reflexionar en algún tema mientras vas rumbo a tu trabajo o a donde vayas, te has encontrado con un “predicador” exigente e inquisidor que te condena a otro infierno, tal vez diferente al que estás viviendo, si no te arrepientes y perteneces a su rebaño.

No sé si una tarde de verano has querido dar un paseo por uno de los parques públicos para disipar la mente y no caer en la tentación del suicidio o sencillamente para conversar con algún amigo o contigo mismo sentado en un banco, y de repente alguien empieza a vocear cosas aterradoras, algo como el fin del mundo, un dios castigador y una caldera que te espera para consumirte si no eres evangélico.

Estos son algunos ejemplos de gritos, cantos y llantos a los que nos enfrentamos muchos ciudadanos fruto de la agresiva “evangelización” de miles de evangélicos, pentecostales, protestantes; que perturban la paz e irrespetan el credo del otro. Los evangélicos se han convertido en un problema para la paz y la convivencia en muchos sectores del país donde perturban con su manera absurda de “alabar a Dios”.

¿No se han enterado los evangélicos, precisamente ellos que se aferran con uñas y dientes a  la Biblia, de que a Dios no le gustan los escándalos? Empecemos con algunas citas bíblicas que podrían ayudar con lo que digo.

En el Libro Primero de los Reyes 18, 20 aparece el episodio del profeta Elías y los profetas de Baal. Dicen que estos últimos estuvieron invocando el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, voceando, danzaban cojeando en torno al altar que habían hecho, gritando: “¡Baal, respóndenos!” Pero no hubo voz ni respuesta. Al mediodía, Elías se puso a burlarse de ellos; les decía: “gritad con más fuerza, porque él es dios, pero tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, o estará sordo o dormido”. A pesar de las voces que dieron los profetas de Baal, este no respondió. Cuando le tocó el turno al profeta Elías, sin gritos, sin bullas, sin estridencias, este sólo se acerca al altar y eleva una oración a Yahvé.

Más adelante, en este mismo libro pero en el capítulo 19, 11-12 dice que Elías estaba esperando a Dios que iba a pasar. Hubo un huracán, luego un terremoto, después un fuego, pero Dios no estaba en ninguna de estas sacudidas estruendosas. Después vino el “susurro de una brisa suave” y ahí fue que se apareció Dios.

Ya en el Nuevo Testamento (Mateo 6, 7-13) aparece Jesús cuestionando a los paganos por su forma escandalosa de orar. “Cuando ores, no hables mucho, como los paganos, que se creen que por su palabrería van a ser escuchados. No sean como ellos, porque el Padre sabe lo que necesitas antes de pedírselo. Ustedes oren así: Padre nuestro que estás en los cielos…” y aquí aparece esa maravillosa oración del Padrenuestro.

Así podemos citar otros tantos pasajes bíblicos que  demuestran que a Dios no hay que enloquecerlo con tanta palabrería, gritos, cantos y llantos.

En fin, no pretendemos hacer exégesis de la forma de “alabar al señor” de los evangélicos. Pueden hacerlo como quieran, lo que deseamos es que lo hagan de manera que no importunen la paz del prójimo ni irrespeten su derecho.

¿Vacío legal?

En medio de la desesperación muchas personas se preguntan si existe alguna ley que prohíba a las iglesias evangélicas estos excesos, pues ellos no escuchan reclamos decentes ni ruegos. Si alguien intenta decirle que por favor bajen el volumen, entonces lo aumentan y te insultan diciéndote que estás endemoniado y que te irás al infierno. Si pertenece a otra religión o incluso no crees, te agreden verbalmente. No saben los evangélicos que todo esto es un delito de intolerancia religiosa, algo que está condenado por la Constitución dominicana.

En nuestro país existe la libertad de culto o libertad religiosa y es un derecho fundamental que está protegido por la Constitución. ¿Pero qué significa esto? Significa que los dominicanos tienen derecho a elegir libremente su religión o incluso a no pertenecer a ningún credo, ser ateo o agnóstico sin ser discriminado o violentado con intentos de hacerlo cambiar a la fuerza. Libertad religiosa no significa que tienes derecho a irrespetar al que cree diferente o al que no cree. No significa que debas violentarlo y obligarlo a fuerza de ruido a que se adhiera a tus creencias. Lo que hacen los predicadores evangélicos es una clara violación a la Constitución. Y no me refiero a todos los evangélicos, sino a los que andan como chivos sin ley poniendo “iglesias” en los garajes, en frente y al lado de viviendas, a los que vociferan en los espacios públicos, etc.

Por otro lado, la Ley 64-00 de Medio Ambiente y Recursos Naturales, en su artículo 12 cataloga estos excesos como contaminación sónica. “Sonidos que por su prolongación, nivel o frecuencia afectan la salud humana y la calidad de vida de la población”.

Saludamos la medida de Opret en prohibir este desorden. Quiera Dios que también se dignen en regular esas iglesias que montan en los lugares residenciales y que perturban la paz de los vecinos.

Por Neftalí Eugenia Castillo

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