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25 de abril 2024
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OpiniónBorja Medina MateoBorja Medina Mateo

La salida de los hombres dignos

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Los hombres dignos, cuando ven su lucha acercarse a un final indecoroso, optan por poner fin a su propia existencia. Y es un asunto bastante polémico, pues, por una parte, se puede atribuir tal decisión como cobardía, y, por otra, se entiende como un acto de suprema dignidad, cuando se corresponde con un legado de esfuerzo, sacrificio y nobleza. De hecho, hay casos que demuestran que lo segundo adquiere mayor sentido en función de la causa o la circunstancia en que se encuentre el individuo.

Cuando una persona se encuentra en una posición de liderazgo en una familia, en una organización política o en un país, son muchas las cosas que simboliza como ser humano sobre los ideales, propósitos y anhelos de otros que le siguen por una serie de cualidades que lo conforman. Por tanto, el sacrificio de vida, a veces, se convierte en un imperativo cuando ofrendar su propia sangre es lo único que colocaría en su justa dimensión una causa, un legado o una pretensión a futuro. Aún en ausencia de su principal figura o propulsor.

En septiembre de 1973, luego de dirigirse por última vez a la población desde el Palacio de La Moneda en Chile, Salvador Allende, a la sazón presidente de ese país, se pegaba un balazo en la cabeza cuando miembros de las Fuerzas Armadas que le habían traicionado se disponían a hacerlo preso. Pero, ¿quién era Salvador Allende? ¿qué simbolizaba? Fue un médico y político que, desde su época universitaria, se unió a las luchas sociales de izquierda que procuraban la instauración de un sistema socialista en Chile; como presidente se le atribuyen logros como la dignificación salarial de los trabajadores, haber ejercido el poder en un marco de derechos constitucionales, la nacionalización de recursos y servicios, entre otros.

Si habría permitido que lo apresaran y exhibieran derrotado ante sus propios militares, la corriente socialista que representaba en su país se iba a amilanar y, probablemente, a extinguir. Su decisión de desaparecer ha sido tan importante que todavía hoy, a 47 años de su partida, sigue siendo un ejemplo de la honorabilidad y de la determinación de la causa revolucionaria en Latinoamérica. Se han escrito libros, realizado películas, compuesto canciones y poemas inspirados en su memoria e ideario libertador. Su sacrificio valió la pena.

Lo mismo ocurrió cinco años después, en 1978, en la República Dominicana con el extinto presidente Antonio Guzmán. Eran las primeras horas del día 4 de julio de 1978 cuando el corazón del presidente Guzmán dejó de latir finalmente. El desaparecido líder perredeísta hubo de poner fin a sus días sumergido en una fuerte depresión a causa de los constantes rumores de que, el gobierno que le sucedería, iba a perseguir a su familia por supuestos actos de corrupción cometidos durante su gestión.

Lo que llama la atención desde esa perspectiva del hecho es que, se trataba de una transición gubernamental de un mismo partido político. Pero, quienes se han referido públicamente sobre el tema coinciden en el alto sentido de honradez y de la dignidad que adornaban la personalidad del presidente Guzmán, y, la mejor prueba de ello es que, a 42 años de la salida que tomó, no se ha escuchado la primera voz alzarse en improperios o inconductas atribuidas al fallecido líder. Además, haber permitido el bochorno que le acechaba enviaría un mal mensaje a la sociedad dominicana respecto del único partido con vocación de poder que, en ese momento, significaba democracia.

A Don Antonio se le recuerda por haber sido un hombre honesto, por liberar a los presos políticos, por permitir la entrada a exiliados por razones políticas, por establecer un clima de la libertad de prensa y no coartar la opinión pública, en fin, como un demócrata. Su entrega no fue en vano.

Pero, la decisión de poner fin a los días no reviste dignidad por tratarse de líderes o presidentes, sino, más bien, por la cuestión que motiva dicha sentencia. Los hombres dignos están en todas partes y en diversas áreas. Hay de ellos en todos los tiempos.

Un caso muy interesante y peculiar es el de Eduardo Chibás en Cuba. En palabras de la socióloga e historiadora Chilena, Marta Harnecker, cuando al referirse al partido ortodoxo cubano dice: La popularidad del Partido del Pueblo Cubano se debía fundamentalmente al carisma extraordinario de su líder: Eduardo Chibás. Este se había empezado a destacar en la luchas universitarias de los años 20, y, en los enfrentamientos contra las dictaduras de los años siguientes. Era un fogoso polemista, encabezaba el movimiento de recuperación cívica y moral de gran arraigo entre las masas.

Pero, ¿qué ocurrió?, Chibás, como fogoso polemista y apasionado moralista, en sus denuncias dominicales de corrupción a través de su programa radial en el año 1950, había lanzado una acusación directa al Ministro de Educación sobre supuestas sustracciones ilícitas del presupuesto correspondiente a esa dependencia del gobierno. Sin embargo, no pudo aportar las pruebas de sus alegatos. En consecuencia, se vió inmerso en una profunda depresión, pues, en su dilatada carrera pública se le conocía como un hombre impoluto y éticamente correcto.

Le habían tendido una trampa. Le prometieron unos documentos que probarían tales acusaciones y nunca le fueron entregados. Su nombre había sido expuesto a una vergüenza nacional. Chibás, compareció por última vez a su programa radial explicando la trama y, estando al aire, se pegó un balazo.

Su ejemplo de decoro, honradez y dignidad ha sido tan trascendental que impactó en la vida de las generaciones revolucionarias que le sobrevivieron, tanto así, que uno de los principales cautivados por su liderazgo e impronta fue, nada mas y nada menos que: Fidel Castro, máximo líder de la revolución cubana de 1959.

Lo cierto es que la supremacía de la dignidad en este contexto traspasa la política, inclusive la realidad y llega al plano surrealista y hasta onírico de la existencia. Esto así, por ejemplo, en la ficción a través de películas como: Esencia de Mujer, protagonizada por Al Pacino.

El laureado actor interpreta al Coronel Slade quien, manobreando con granadas causó muertes y heridas a compañeros de armas y, al mismo tiempo, perdió la vista. Su carrera había terminado de forma bochornosa. En lo adelante, se vió sumergido en el alcohol y la tristeza que le suponía el trágico suceso, recordado diariamente por su imposibilidad de ver.

En uno de sus momentos más álgidos decide finalizar su estadía en la tierra y es encontrado por Charlie, su cuidador, quien impide al instante que el Coronel se disparase en la cabeza. En un acalorado forcejeo, Charlie, le dice más o menos lo siguiente: ¿Eso es lo que quiere hacer con su vida? ¡Adelante! Y Slade exclamó: ¿Qué vida? ¡Yo no tengo vida! ¡Vivo en la oscuridad!

La firmeza de Charlie lo desconcertó y le inquirió una razón para no hacerlo. Charlie le dio dos: Usted baila tango y maneja Ferrari mejor que nadie que jamás haya visto.

Finalmente, ahí está lo que pretendemos evidenciar y es que, la salida que los hombres dignos le dan a verse expuestos a la vergüenza, al escarnio y a cualquier miseria humana, es la de poner fin a su vida. Sin embargo, lo interesante de vivir se encuentra en las cosas simples que aún ciego pudo hacer el Coronel y que, quizás, por la realidad de sus circunstancias políticas los personajes anteriores no pudieron ver y optaron por ese final.

En todo caso, la simpleza de la dignidad fue en la ficción. En la realidad es mucho más complejo. Incluso, más de lo que hemos podido expresar en esta entrega.

Por Borja Medina Mateo

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