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25 de abril 2024
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OpiniónGregory Castellanos RuanoGregory Castellanos Ruano

Juan Isidro Ortea

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Juan Isidro Ortea navegó sobre la corriente del «derriengue« social dominicano por el generalato propio de la segunda mitad del siglo XIX y sobre la admiración, también social, hacia los poetas.

El es hijo espiritual de ese «derriengue« por el generalato, pues a él también lo consumía dicho «derriengue«.

No hay imagen más precisa y esclarecedora sobre ese derriengue social por el generalato que obnubiló gran parte de la mentalidad social dominicana de la segunda parte del siglo XIX que la que hace el escritor puertoplateño Jayme Colson en «El General Babieca« cuando narra el capítulo del pobre infeliz cotuisano que decía que quería ser General.

La participación de Juan Isidro Ortea en acciones directas en guerras intestinas eran medallas colocadas en su pecho.

Para la época en que él vivió la etapa madura de su corta vida, un poeta podía producir lo que quisiera; hasta ahí el asunto es igual todavía ahora; pero para ese entonces el poeta debía poder recitar su producción como si fuera una grabadora; tenía que estar preparado mentalmente para en cualquier ocasión en que se le solicitara pasar a repetir como un papagayo dicha producción: lo que no ocurre ahora en que el poeta puede producir sus versos a consecuencia del «inside« o inspiración y no tiene porqué memorizar lo que fue el producto de algo inesperado y fugaz; si quiere memorizarlo para repetirlo como un papagayo lo hace y si no quiere memorizarlo no lo hace.

El poeta, pues, era conceptualizado como otra especie de guerrero especial, la de un guerrero verbal: su producción era su cuchillo, su machete, su revólver, su fusil, su bayoneta, en fin: su arma de guerra para tratar de deslumbrar a quienes le escucharan.

Poeta que no podía recordar su poesía no era poeta y, por tanto, no era un guerrero de la palabra.

El poeta era respetado, venerado, idolatrado, adorado y se le hacían profundas reverencias.

Los dominicanos tenían en Juan Isidro Ortea un hombre con dos naturalezas: la naturaleza de un guerrero y la naturaleza de un poeta.  Por lo general  esa confluencia genera casos extraños en la Historia Universal por difíciles de encontrar y por eso la admiración hacia ése tipo de espécimen lejos de disminuir tendía a acrecentarse. Aunque la dificultad es menor en nuestro ámbito hispanoamericano porque una gran parte de nuestros colonizadores eran poetas, gentes que fundía lo sublime con la fiereza. El era heredero de una de las estirpes hispánicas de esa raigambre.

Ver a un poeta con un traje de General, y entonces de División (el último rango que ostentó), era, prácticamente como ver a un semidiós en la Tierra.

El guerrero era y es un hombre transformado por la ferocidad; el poeta era y es un hombre transformado por la inteligencia de los dioses, un hombre que hablaba como los dioses, porque sólo los poetas pueden ascender con sus creaciones de mundos al nivel de los dioses.

Esa es la semejanza entre Dios y los poetas: que pueden crear mundos.

El arrebato de un poeta declamando es un arrebato inigualable, pues dicho poeta es un arrebatado por el ímpetu secreto que sólo los poetas comparten con la divinidad. Escuchar a un poeta es como estar frente a la creación, ya que el declamador habla en el lenguaje de Dios: habla exhibiendo una creación.

Los que veían a Juan Isidro Ortea, guerreros y no guerreros, no podían competir con él: carecían de un arma que él poseía y que ellos jamás poseerían.

Su presencia era un resplandor que nunca podía pasar desapercibido.  Sus poemas, paradojalmente, brusca, pero suavemente cegaban a los presentes que lo escuchaban.

-¡Ahí está Juan Isidro!   -decían, y a su alrededor pasaba gran parte de la atención porque esperaban, y al efecto le pedían, que declamara.

Era el transfigurado de las reuniones sociales.  ¿Quién como él? Era admirado y hasta envidiado… La envidia era solapada.

Su buena presencia le ayudaba a hacer más viril el despliegue de la verbosidad de su poética.

Su nombre se hizo rubicundo: brilló en el puro azul del firmamento dominicano; pasó a ser una leyenda viva, un nombre hecho leyenda. Su nombre cabalgó y todavía cabalga en los pliegues de nuestra Historia como poeta y como General de División.

Tras su ejecución en el Este por el terrible Lilís sus restos descansan en el cementerio de Puerto Plata, específicamente están en el panteón de los Redondo Gómez, descendientes de los Ortea Mella.

Por Lic. Gregory Castellanos Ruano

 

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