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23 de abril 2024
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5 min de lectura Una mirada al presente

Evocando al maestro Brea Franco

Evocando al maestro Brea Franco
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Aún conservo un grato recuerdo del maestro Luis Oscar Brea Franco, fallecido recientemente a los 74 años, y ahora quiero evocarlo con admiración y respeto. Su memoria persiste en el único encuentro que tuvimos.

Debo decir que nuestro contacto fue una casualidad intelectual. Él era entonces el encargado de Cultura del Banco de Reservas, y yo un muchachón inquieto y curioso. (No he dejado de serlo.) Daba yo mis primeros pasos en la universidad pública, y mostraba grandes inquietudes. Devoraba libros y revistas, tragaba papeles a la luz de una vela o de una lámpara -la Corporación era más implacable por aquellos días-, y me ocupaba de temas históricos, filosóficos, literarios y culturales.

Encontrarlo en el Banco no fue difícil: solo bastó una llamada -no había WhatsApp ni nada más- y una visita. Me recibió en su despacho. Lo acompañaba una figura inagotable: Juan Salvador Tavárez y Delgado, el encargado de Relaciones Públicas. Juntos formaban un dúo de intelectuales.

Claro, eran dos cosmos en sí mismos, pero cada uno dibujaba lo suyo: Brea Franco, el gran pensador y políglota, era un sabio filosófico; Juan Salvador, un almacén de datos y nociones. El conocimiento y la memoria estaban allí.

Me senté frente a él. Confieso que me impresionó: de repente, estaba yo ante el maestro que había hecho estudios en Italia, había publicado ya sus mejores libros -Claves para una lectura de Nietzsche, Antología del pensamiento helénico-, y había sido un educador notable en la UNPHU y otras academias. Faltó poco para que creara la primera escuela filosófica en el país.

Esa era una de sus críticas más acerbas. El país, horro de una tradición filosófica, solo ha tenido un puñado de pensadores isleños. Lo demás es hoja suelta y pluma al viento. Brea Franco observaba esa dramática carencia y quería subsanarla. El medio, sin embargo, era muy estrecho de mente y de acción. Él lo sabía y por eso desestimó la aventura.

Esa carencia ancentral, ese abismo cultural, sumían a Brea Franco en el más hondo pesimismo. Para él era difícil -y hasta irritante- ver un cenáculo de reguetoneros haciendo bulla y conquistando a los jóvenes. Los modelos sociales eran ellos. De Verdi a Omega el Fuerte había un abismo cultural.

Sin embargo, no descansó y se expandió a otros ámbitos. Lo que no pudo cristalizar en filosofía, lo hizo en diversos dominios culturales. Así, se ocupó de los pecios -esa riqueza subacuática, huérfana bajo las aguas-, de la Comisión de Cultura -la antecesora inmediata del Ministerio-, de los derechos culturales y de otros proyectos no menos encomiables.

Ahora debo revelar la razón del encuentro. Fui porque quería libros. Nada de préstamos bancarios, ni de tarjetas. Solo quería cebar mi apetito cultural. Así pues, atravesé la celosa burocracia, tomé el ascensor y llegué a la oficina del Dr. Brea Franco.

Me preguntó por el objeto de mi visita. Se lo recordé -ya antes se lo había dicho por teléfono- e hicimos un diálogo breve:

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-¿Cuál es tu nombre? -arrancó él.

-Escríbemelo aquí para podértelo dedicar -continuó después de escuchar la respuesta, mientras me pasaba papel y lapicero.

Nerviosamente lo tomé y garrapateé mi nombre. Él me miraba de soslayo, esperando que terminara. Yo tardé un momentito: tan tenso estaba. Por un momento observé el anillo menudo y fino que brillaba en uno de sus dedos.

Me dedicó su «Espejo de Babel» con unas palabras que no recuerdo exactamente: «Para una joven promesa». Convertí mi lectura en un paseo literario. Para mí es un libro combativo, con la pluma como arma, y «Una visión crítica de la cultura».

Me obsequió otros libros, de Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, de Pedro Henríquez Ureña y de otros dominicanos.

Ya me iba con mi paquete de libros, cuando Brea Franco me advirtió:

-Agárralo bien, que la cultura pesa -se rió.

Yo leía con devoción las Crónicas del ser que publicaba él. Eran modelos de concisión. Desde esa columna, el maestro proyectaba un estupendo libro sobre el nihilismo ruso. No pudo ser, no será.

El maestro fue uno de los primeros pensadores caribeños que filosofó sobre la tecnología.

El encuentro personal derivó años después en un affäir virtual. En sus últimos años, Brea Franco se metió en la malla de la tecnología, usando redes sociales -especialmente, Facebook. Aparecía con temas interesantes, estimulaba el pensamiento y rendía culto al conocimiento. Brotó un debate en torno a un tópico filosófico. Yo participé, me gané su elogio -«No sabía que eras tan grandilocuente», escribió sorprendido- y también su ojeriza. La cosa fue que yo cité a Vico: «Solo puede entender el hombre las cosas que él mismo hace», y a él le agradó. Sin embargo, no le agradó una crítica que le hice. Ahora deploro mi ocurrencia, puesto que me expulsó de su esfera digital. En efecto, le dije que él era un espíritu europeísta, despreocupado de los asuntos dominicanos. Si alguien estaba llamado a recalar en las raíces más hondas de la dominicanidad, era él. Si había alguien con la capacidad máxima para hacer la crítica de la modernidad dominicana, era él. Si alguien podía ser un creador filosófico en nuestro estrecho ambiente, era él.

Le dije todo eso y un poco más. Recibí una respuesta drástica; hoy reconozco que yo la merecía: tan ríspido fui con él. La reacción vino de inmediato: me eliminó de sus amigos de Facebook, y así perdí sus publicaciones e intentos de debate.

El tiempo es escaso para desentrañar todo lo que fue. Paz eterna.-

 

 

 

 

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