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20 de abril 2024
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OpiniónPriscilla MiesesPriscilla Mieses

Estado de miedo: Covid19

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Cuando el mundo se enfrenta a la adversidad, no le teme a lo desconocido, le teme al hombre. Le teme a esa línea que baila entre la bondad y la extrema crueldad que se posa en la experiencia humana, a los brazos del descaro y a la capacidad de indolencia que habita en nuestros balcones.

Hoy, tememos a ese umbral que divide a nuestra recién despierta sociedad, tememos a esa juventud incomprendida y desatendida, al maquiavélico esqueleto del empresariado y a sus extremidades. Es en este temor inconmensurable donde reside también la soberbia del incauto que desde sus entrañas, enferma poco a poco al individuo sano.

Los recientes acontecimientos desarrollándose a nuestro alrededor debido al COVID19 nos conmueven, sí, pero ¿nos movilizan? ¿nos obligan a tomar una posición firme y definitiva ante el sistema que nos arrastra, lánguidos y malnutridos? Hoy, así como nos enfrentamos al temor que desvela una pandemia, observemos con ojo microscópico la endemia que lleva años asfixiando los pulmones de nuestra media isla, desde el cerebro financiero hasta el parque Cotubanamá. Pensemos en los cacerolazos, en el 4%, y en un pueblo casi superviviente, que se desplaza sin EPIS ni vacunas al alcance.

Hoy, con las más de veinte mil muertes y casi quinientos mil casos confirmados de Coronavirus nos enfrentamos a un temor tangible, un enemigo que toma prestada nuestra atención por unos segundos, y es en este pequeño portal del tiempo donde tenemos la oportunidad de racionalizar nuestro miedo y valorar su humilde expresión, su forma natural y sublime de demostrar que somos un cuerpo frágil, y como nación, venimos agonizando desde hace ya años.

Temamos a lo razonable, lo justo. A un gobierno en jaque mate debido a una crisis mundial, a una muerte digna, a unos años de pensión casi obsoletos. Por favor, temamos con nuestros corazones por lo sensato, por lo que hoy teme el mundo, temamos porque somos frágiles, y hoy nuestros cuerpos se resignan a guardarse, a la merced de un virus que nos ha enseñado que la naturaleza no discrimina, que el rico se acuesta con las mismas sábanas blancas con las que se cura el pobre, si es que quedan camas disponibles. Temamos por nuestros seres queridos, por no verles un día más, como muchos ya no les verán. Temamos por la yaya, la abuelita que hoy entregó su último suspiro, y se sentó en el balcón a oír los aplausos.

No quiero temerle a los codos avariciosos, ni a la bulla de caravanas anunciando otros 4 años más, no quiero temerle a la injusticia que arropa al país colocado en el mismo trayecto del sol. Quiero temerle a lo que le teme el mundo, y esperanzarme con él cuando pase el temblor.

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