Si algo ha demostrado -desde la instauración de la dictadura-dinastía de François Duvalier 1957-71-1986-, y quizás desde antes- el estado en el caos que es Haití son dos variables inalterables en su dinámica geopolítica y de control político -que, actualmente, se ha salido de madre, con proliferación y dominio territorial de bandas de delincuentes y sicarios- bajo los esquemas o técnicas de poder en el caos-: a) ha desarrollado y articulado una élite política-empresarial sumamente extractiva; y b) dentro de esa dinámica de gobernar en el caos -para una ínfima minoría (de políticos, empresarios, burócratas y oenegés)- se ha esmerado en entrenar un ala política-diplomática especializada en dos ejes neurálgicos y fácticos: la expulsión migratoria de sus nacionales como estrategia de desarticular presión social interna y una bien diseñada política internacional basada en la victimización con pingües beneficios del barril, sin fondo, de ayuda internacional o suerte de botín para beneficio y operación de esa élite variopinta de poder bajo variadas agendas supranacionales. De este último capítulo nadie tiene una idea -contable- del grueso histórico-financiero de esa “ayuda” o “asistencia internacional” ni mucho menos a donde ha ido a parar que no sea a los bolsillos de esos actores fácticos del poder en el caos.
Por esa razón fáctica, es de principio elemental que todo el accionar diplomático -sobre frontera, migración o acuerdos de cualquier índole- de nuestro país con Haití siempre se haga con la presencia de un tercero internacional no sesgado por la propaganda haitiana ni de actores de ciertas agendas supranacionales que le acompañan en esa estrategia de victimización y de sobrecargar o empujar una salida dominicana al drama haitiano que debería, en primer lugar, en la agenda de la comunidad internacional y del colonialismo e intervencionismo histórico que ha sufrido Haití.
Si no entendemos ese telón de fondo sociohistórico o, dicho en termino político, dinámica sabionda de Haití, siempre, aunque tengamos -y hayamos demostrado la más coherente y manifiesta solidaridad con Haití-, ese factor fáctico o dinámica geopolítica nos pondrá contra la pared y nos venderá como los responsables de parte, o chivo expiatorio, de su desgracia (“desarrollo del subdesarrollo” Gerard Pierre Charles) en el entendido o lógica siniestra de ser dizque ejecutor de un “racismo estructural” cuando ha sido Haití el agresor-supresor histórico -1822-1844- y el que en su Constitución plasmó, por las razones que fueren -y en disimiles momentos históricos-, que ningún blanco podía ser propietario ni gobernar en su territorio. Y nos preguntamos: ¿Acaso, esa categoría o consignación constitucional no es -o fue- “racismo estructural-constitucional o “Apartheid”? O tal vez Mario Vargas Llosa, nunca leyó la Constitución haitiana.
Lamentablemente, y me duele admitirlo, el único presidente contemporáneo nuestro que sabía y dominaba esa estrategia o dinámica geopolítica haitiana, era Joaquín Balaguer, pues en vez de ser usado o engañado por esa estratagema -de reunirse sin la presencia de un tercero imparcial- usó el tema Haití, hábilmente, para distraer tensión social coyuntural nacional con leyenda de vudú -en su interpretación-apelación balagueriana, hechicería- o amenaza latente del vecino para exacerbar el nacionalismo y, de paso, lograr objetivos políticos-electorales que es, precisamente, a lo que juega el ex primer ministro, otrora interino, canciller y, en algún momento, primer ministro de facto, Claude Joseph, en su afán de sostener sus aspiraciones presidenciales sobre la base de alimentar rivalidades ancestrales e históricas entre los dos países -más que nada, la recurrencia a esa dinámica geopolítica de victimización- y haciendo comparaciones sobre violencia e inseguridad, insostenibles, pero de mucha atención internacional y de consumo-hoguera interna. En otras palabras, pura irresponsabilidad política.
En consecuencia, es de suma urgencia ajustar, de una vez por todas, nuestra política diplomática y geopolítica sobre Haití y tener más claro que sus actores políticos y diplomáticos no son de fiar en el diálogo bilateral sin la presencia, como condición sine qua non, de un tercero internacional imparcial y una publicación o declaración conjunta sobre lo tratado -justamente, para evitar interpretaciones ambiguas o lo no acordado-; y enfatizando, en la comunidad internacional -y en plano nacional-, que esa será la norma por excelencia y preferencia dominicana en el diálogo necesario e ineludible con Haití por razones geográficas, de frontera, intercambio comercial, de idiomas e idiosincráticas; pero, más que todo, por estar obligados a entendernos de buena fe y priorizando las buenas prácticas migratorias desde una soberanía innegociable.
Así nos ahorraríamos contratiempos, trampas y, sobre todo, desarmaríamos la recurrente estrategia haitiana de siempre vendernos como los malos, incumplidores o responsables, en parte, de su drama socioeconómico (“desarrollo del subdesarrollo” y crisis sociopolítica-electoral permanente), pues con ellos siempre será como tituló Giovanni Sartorio en su último libro “La carrera hacia ninguna parte”. Por supuesto, hasta que cambiemos la dinámica diplomática en el diálogo con Haití y su clase política.
Por: Francisco S. Cruz