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24 de abril 2024
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OpiniónPablo VicentePablo Vicente

Defensor del Pueblo y la Ética en la buena Administración Pública

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Podemos definir la Ética, en términos generales, como ese conjunto de principios y normas morales que regulan las actividades humanas de acuerdo con la recta razón, de tal manera que es la primera entre todas las ciencias prácticas. Más que como una reglamentación, debe entenderse como la fuente de las cualidades, la disposición al hábito moral y la adecuación personal al ideal humano. En el caso de la Ética pública, la referencia ha de hacerse al interés general tal y como se ha comentado anteriormente.

En el interés actual por la Ética hay razones circunstanciales, como pueden ser los escándalos que nos sirve con mayor o menor intensidad y frecuencia la prensa diaria en todo el mundo. Hay razones políticas en este interés desusado, porque la ética se ha convertido en un valor de primer orden, o cuando menos (hay que admitirlo nos guste o no) como un cierto valor para el mercadeo político. Además, hay también situaciones de desconcierto, ante las nuevas posibilidades que ofrece la técnica, que exigen una respuesta clarificadora. Pero hay una razón de fondo que pienso que justifica plenamente el interés por las cuestiones éticas, e intentaré ahora referirme a ella con un poco de detenimiento.

Las estructuras económicas y políticas son instrumentos al servicio del hombre, como también la Administración Pública debe promover los derechos fundamentales y hacer posible un ambiente de calidad y eficacia en el marco de la legalidad y del servicio público. Cuando se pierde de vista el carácter instrumental de las instituciones y los únicos aspectos que sobresalen son los mercantiles, entonces la lucha por los derechos fundamentales del hombre no puede menos que experimentar un claro retroceso.

Este renacimiento del interés por la ética se produjo concretamente en el mundo de los negocios y de la empresa privada hace dos décadas, teniendo como resultado el desarrollo, es cierto que todavía no muy logrado, de nuevas sensibilidades sociales de las empresas que transciende de lo puramente económico. La aplicación de esta reflexión ética a la Administración Pública es mucho más tardía, habiéndose fijado su nacimiento en 1978, fecha de publicación del primer libro sobre el tema (“Ethics for bureaucrats” de John Rohr). Es a esta última dimensión de la Ética, la Ética de la Administración Pública o Ética pública, a la que voy a referirme a partir de este momento, tratando de proyectar sobre la organización administrativa los mismos valores éticos que (de acuerdo con el razonamiento que he venido desarrollando desarrollado) deben regenerarse para alcanzar el pregonado “cambio de civilización”.

El paso de los años ha ido cambiando numerosos aspectos que rodean el régimen y funcionamiento de la Administración pública. Siguiendo al profesor Peters, podemos resumir en tres las modificaciones más importantes acontecidas en el ámbito de la propia Administración pública. Los cambios políticos, entre los que destaca la implantación generalizada de sistemas democráticos, los cambios económicos, principalmente la austeridad en el gasto público impuesta por la crisis fiscal del Estado Social, y los cambios en la forma de gestión del sector público, mediante la importación de técnicas desde el management privado y la devolución de actividades hasta ahora públicas a la sociedad civil. A éstos deben añadirse los cambios tecnológicos que han revolucionado los instrumentos de gestión. Todos estos cambios han influido sobre el funcionamiento de la Administración y sobre el comportamiento de los propios funcionarios.

La Administración Pública del Estado Social y Democrático de Derecho es una organización que debe distinguirse por los principios de legalidad, de eficacia y de servicio. Legalidad porque el procedimiento administrativo no es otra cosa que un camino pensado para salvaguardar los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos. Eficacia porque hoy es perfectamente exigible a la organización administrativa que ofrezca productos y servicios públicos de calidad.

Y servicio, sobre todo, porque no se puede olvidar que la justificación de la existencia de la Administración se encuentra en el servicio a los intereses colectivos, en el servicio del bien común. Por eso, me atrevería a decir que una de las asignaturas pendientes de la Administración pública de nuestro tiempo es la recuperación de la idea de servicio y, eso sí, la necesaria profesionalización de la Administración pública que, en cualquier caso, ha de estar, no sólo abierta a la sociedad, sino pendiente ante las demandas colectivas para ofrecer servicios públicos de calidad.

Estas circunstancias, entre otras muchas, exigen un cambio sustancial en la concepción y actuación de la Administración Pública. Los programas de reforma y modernización de la Administración Pública deben tener como objetivo recuperar esta concepción instrumental de la Administración. Para ello, deben incidir sobre varios elementos claves, como son la introducción de criterios de competencia en la Administración, la desburocratización y simplificación de los procedimientos, la motivación del personal, así como la reducción del gasto público y su gestión de acuerdo con criterios de eficacia y eficiencia, en un marco en el que la Administración pública contribuya decididamente a una constante humanización de la realidad.

Ahora bien, no se trata sólo de poner en marcha una reforma administrativa que camine única y exclusivamente hacia principios de eficacia y servicio. Se trata de algo más profundo: hacer posible que la calidad y la transparencia sean propiedades connaturales en la actuación de la Administración y de todos sus agentes.

La idea de la Administración Pública ligada a manifestaciones unilaterales de poder y autoridad está en crisis. El modelo tradicional constituido por una estructura jerarquizada y burocratizada, fuertemente ligada al poder político, indiferente a la realidad social y a los intereses de las personas, empeñada en preservar una peculiar y estática idea de independencia y de imparcialidad, colocándose al abrigo de intereses y presiones, y preocupada con sus secretos a fin de mantener y cultivar el distanciamiento de los ciudadanos, viene cediendo progresivamente el paso a una Administración Pública con otra filosofía y otro comportamiento. Una Administración pública que sea una verdadera “casa de cristal”.

Pues bien, la Administración Pública debe ser transparente en su servicio a los ciudadanos, ciudadanos que son quienes justifican su existencia. Durante los últimos años, la transparencia administrativa ha suscitado un interés creciente y un amplio consenso. Por todo ello, hablar de transparencia es hablar de uno de los valores esenciales en que se asienta la reforma y modernización de la Administración Pública como caracterización de lo visible, accesible y comprensible.

El concepto de transparencia no es antitético con el de eficacia. Para buscar esa Administración transparente es necesario programar la actividad y, por tanto, tomar decididamente la vía de la racionalización de los procedimientos, que inevitablemente conduce a una mayor eficacia. Por ello, la transparencia debe ser una prioridad, no sólo en la relación ciudadano-Administración, sino también dentro de la Administración misma, si queremos mejorar el funcionamiento de la maquinaria administrativa en su totalidad y si queremos disponer de un aparato administrativo que funcione con criterios éticos.

Por tanto, vincular transparencia y eficacia es esencial para evitar que la reforma administrativa sea únicamente formal, y así poder realizar una economía efectiva de los recursos y una mejora de los servicios.

Po Pablo Ulloa

 

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