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19 de abril 2024
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OpiniónErnesto JiménezErnesto Jiménez

Corrupción, Estado y Sociedad

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“Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad”. Montesquieu

La historia de la humanidad enseña que a falta de reglas o de entidades que compelan al ciudadano a cumplirlas, los hombres, citando

a Hobbes, se convierten en “lobos para el hombre”, porque la ambición destemplada suele superar con creces al amor por los demás. Esa lección, aparentemente sencilla, es un valioso recurso para entender la compleja dinámica de corrupción e impunidad en la que está inmersa nuestra sociedad.

El profesor Juan Bosch expresó que la corrupción administrativa es un crimen contra el pueblo y su nociva persistencia está íntimamente vinculada a un escaso desarrollo institucional que, por su parte, dificulta el establecimiento de un régimen de consecuencias amparado en el respeto a la ley. Este gran maestro de la política también advirtió que dicho flagelo es un cáncer que al enquistarse en las estructuras de poder del Estado se convierte en la razón de ser de los agentes que están llamados a dirigir la cosa pública.

Su coherencia con esas ideas, le llevó a liderar en 1963 el gobierno más honesto en la historia dominicana, y justamente por eso, una gran parte de las élites conservadoras de nuestro país consideraron que dicha administración honrada, ética y moral era lesiva a sus oscuros intereses económicos. En consecuencia, con tan sólo 7 meses de gestión, el mandato de Bosch fue derrocado.

A partir de ese quiebre institucional las clases dominantes de este país forjaron diversas coaliciones con grupos políticos que garantizaran su acceso irrestricto al botín en el que convirtieron las empresas estatales. Sucesivos gobiernos, de distintos colores, se mantuvieron fieles a alianzas público-privadas que, al margen y hasta dentro de la ley, corporativizaron la ciencia que el patricio Juan Pablo Duarte llegó a catalogar como la más pura. Por eso, aunque resulte espeluznante, es a la vez un razonamiento cuasi lógico que, dentro de un esquema como el anteriormente descrito, la corrupción y la impunidad hayan alcanzado un grado tan avanzado de especialización.

En teoría, a medida que los pueblos avanzan a mayores grados de desarrollo social y económico, se va reduciendo su tolerancia a ciertas «ineficiencias» de la administración pública, y a su vez, exigen mayores niveles de transparencia gubernamental y empresarial. Es bajo ese entendido que asumimos que la sociedad dominicana del siglo XXI es más consciente del daño mortal que la corrupción inflige a las instituciones democráticas.

Una prueba de esto fue la marcha cívica contra la impunidad del domingo 22 de enero, que sirvió de termómetro para evaluar la percepción popular de este nefasto y complejo fenómeno. Dicha manifestación pacífica fue especialmente motivada por el reciente descubrimiento de una extensa red de sobornos que la empresa constructora brasileña Odebrecht instauró en todo el continente, lo ue a su vez, ha provocado que los sistemas judiciales de América Latina, incluyendo a República Dominicana, ofrezcan aceleradas respuestas como si se tratara de una competencia para determinar cuál país recibe mejores compensaciones o emite mayores órdenes e encarcelamientos.

Al parecer, este episodio de corrupción protagonizado por Odebrecht podría marcar un antes y un después en la historia dominicana, dependiendo, principalmente de la reacción del Estado ante la demanda de la sociedad. Y entre estas posibles respuestas se vislumbran dos opciones antagónicas de imprevisibles consecuencias: permitir que la justicia se exprese imparcialmente, caiga quien caiga, con todo el peso de la ley; o simplemente, jugar la oprobiosa carta de proteger a los corruptos favoritos bajo el infame, pero muy socorrido argumento, de que eso se quedará así porque el poder es para usarlo, la justicia es para comprarla y al fin de cuentas,»aquí todo es todo y nada es nada».

 

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