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24 de abril 2024
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OpiniónMartha Rivera-GarridoMartha Rivera-Garrido

Cápsulas para Sobrevivir en Cuarentena: Diario de un Domingo de Ramos

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Hoy salí.

Después de poner mi ramita bendecida en la puerta, abriéndola siempre con mucho temor y lavándome inmediatamente las manos sin anillos (que los años no han podido arrugar pero comienzan a estar rojas y a resecarse con tanto desinfectante), dije que iba a salir. Mi hijo tiembla cada vez que decido ir al supermercado. Me vestí como hemos comenzado a llamar a nuestros vestuarios: «Versión ébola mamá, recuérdate». Camisa mangas largas, pantalón, medias, espadriles cerrados, bufanda cubriendo el cuello y gorro de invierno con todo ese cabello que tengo metido adentro, enredado. Saqué mi colección casi ancestral de lentes y encontré unos muy antiguos que parecen de buzo, recuerdo que se los prestaba a mis hijos Pavel y Carla cuando iban a los raves, los bonches electrónicos aquellos, de los que no escucho nada desde que ellos maduraron.

En la mesa de la sala, donde antes poníamos las flores, hay una estación de protección para esta vaina que ha puesto el mundo de arriba para abajo. Manitas limpias, una caja de guantes, alcohol, espray, gel para limpiar heridas, mascarillas. Al lado de estas cosas, un bello bol de cristal contiene lo que usamos en la calle: Tarjetas, dinero, llaves. Todo lo vamos poniendo ahí para rociarlo con desinfectante. Tomo una de mis bolsas reusables, me pongo la mascarilla y los guantes. Voy caminando en plantillas de medias y, ya afuera, en la entrada de mi casa, encuentro los zapatos. Solamente entonces me dispongo a bajar las escaleras en las que he dejado de tropezarme con vecinos cada vez que salgo.

Desde que tengo memoria, la calle Camino Chiquito es una pesadilla de tapones… o era. Ya no más. A pesar de que solamente han pasado dos horas desde que terminó el toque de queda, en Arroyo Hondo nadie parece necesitar ir a ninguna parte; apenas me pasan por al lado un par de motoristas enmascarados. Frente a mí, un río límpido de asfalto donde parezco ser la única navegante. Apago la radio para escuchar el silencio, al que voy reconociéndole ya todos sus matices. Me estoy acostumbrado a no oír más que la música que pongo en mi casa o los timbres de mis teléfonos; a veces una trompeta en las noches que no sé de dónde llega como distorsionada en el aire.

En el supermercado, por suerte, no hay casi nadie. La última vez que intenté esta «salida», había una fila para entrar de más de una cuadra. Una muchacha llega corriendo como desesperada y me retiro para dejarle paso. El empacador me desinfecta el carrito y me lo entrega. Él y yo, los dos enguantados y enmascarados.

La muchacha pregunta por todas partes si tienen baking soda (polvo de hornear, bicarbonato). «Si no está por las harinas de bizcocho se acabó» le dice un empleado y ella ruega: «Por favor mire a ver si me consigue uno allá detrás, mi mamá tiene un fuerte dolor de garganta y tenemos miedo. Es diabética». Entiendo perfectamente que lo quiere para hacer gárgaras.

 

Escucho la grosería de un cliente pidiendo a un empacador que no se le pegue. El miedo es odioso y a veces nos convierte en seres execrables. Lo insulta sin necesidad y yo ya tengo los ojos aguados, pero no me atrevo a secármelos, así que dejo salir las dos lágrimas. Últimamente, no recuerdo un solo día en el que no se me haya apretado el pecho con alguna noticia, o de no haber llorado.

 

Mientras voy caminando por las góndolas con mi pequeña lista en las manos, me suena el celular que traigo metido en un zip lock plástico. Es mi llamada más amada de las mañanas, la que me limpia el alma, la esperada. Curiosamente, cuando estoy hablando ya ando por el área de productos de limpieza sin mucha ilusión de encontrar desinfectantes, porque hace tiempo se agotaron. Ahí las veo: cajas y cajas de baking soda. Cuelgo mi llamada y corro con el carrito a buscar a la muchacha desesperada, sin encontrarla. Tomo dos paquetes… por si acaso.

 

Cuando me dirijo a pagar estoy contenta, porque por fin conseguí pan empaquetado. Otra grosería de esas que le saca el miedo a la gente más oscura me saca la sonrisa, esta vez de una mujer muy gorda y desfachatada que le pelea a la cajera por el precio del jabón de cuaba; a la infeliz mujer que se está jugando la vida trabajando este Domingo de Ramos, y que no tiene la culpa de que todo lo que es más necesario esté a doble precio gracias a los agiotistas dueños de supermercados, y entonces miro a mi alrededor y me doy cuenta de que vivo en un mundo distópico; de que nada de esto puede ser que en verdad esté pasando. Y comprendo con temblor que el miedo está convirtiendo a algunos en monstruos, y que tal vez por mucho tiempo no podré reconocer a nadie. Nos hemos convertido en entes sin rostro, debajo de mascarillas inmensas de todo tipo de colores y materiales. Las mujeres salimos todas a la calle sin pintalabios, porque ¿para qué usarlo?

 

Lentamente, ya cansada por esa sola hora en la calle y todas sus resonancias, las del olvido, la miseria, el pánico, el silencio, la enfermedad, el hambre, la policía, la prisa por llegar a un lugar que se llame casa, que se llame adentro, que se llame refugio o cuartel, me canso aun más al pensar que todo lo que llevo en la bolsa tendré que meterlo debajo de un grifo y fregarlo, desinfectarlo. Que cuando llegue, antes que nada correré al cuarto de servicio a quitarme toda la ropa y echarla en un canasto, para volver a bañarme. Pero mientras manejo voy intentando pensar en otra cosa, en los amigos de los que no sé nada hace rato. «Hoy voy a llamar a fulano, a perenceja, a sultano».

 

Cuando por fin me dispongo, sintiéndome absolutamente esterilizada, a bregar con la compra, después de mapear con cloro todas las huellas que he dejado antes a mi paso, encuentro la segunda caja de baking soda. La que le compré a la muchacha desesperada, yo con algo de esperanza de encontrarla. Cierro los ojos y deseo con todo mi ser que donde quiera que haya ido después, haya podido comprarla.

 

Por: Martha Rivera-Garrido

Sobre la autora: Es dominicana, poeta, narradora, ensayista y articulista de opinión.  Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, y es reconocida internacionalmente, en numerosos idiomas, tanto por sus libros como por su presencia constante en el internet y en sus redes sociales. riveragarridomartha@gmail.com

 

 

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