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23 de abril 2024
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OpiniónVictor Elias AquinoVictor Elias Aquino

Billetero Raro

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Rufino ya no está, pero vive su recuerdo, late su memoria, como sus huellas que no se borran de las aceras, los contenes, los andenes de las calles y callejones de la vieja ciudad de Santo Domingo, cuyos barrios populares eran tan pocos que se podían contar con los dedos de las manos callosa de este personaje.

Ver al viejo Rufo, con un pantalón Kaki desteñido pero bien planchado y almidonado arrastrando un burro de quinielas es como repasar pedazos de la historia de un hombre que escogió por filosofía de vida el escaso hablar, porque cuando aceleraba sus versos los caracteres chocaban los unos contra los otros, “y entonces a todo el mundo cogía con que Rufino era gago”.

El billetero, con su radio acuestas en solitario fue sustituido por el gran capital de los dueños de bancas y otros sectores de poder que han minado con su accionar esas aéreas económicas.

El burro de quinielas y billetes constituían el machete y la azada, formaban parte del instrumental laboral, que le permitía ganar el pan a fuerza de grandes voces y distancias.

Vivía su propia comunidad primitiva, tenía todas las cosas en común, y lo que tenía lo compartía; es decir luego de sumar y restar en una vieja mascota, cuando quedaba algo y algún que otro número se le ocurría salir premiado lo repartía entre su esposa, su hijo y sus hermanas.

Hoy las monedas de 50 centavos son parte de la historia, como piezas de museos en anaqueles, pero esos pírricos 50 cheles de ese tiempo servían para hacer la cena de una familia y hasta sobraba para el café del clarear de la aurora.

Es que su vida toda, era un voto de la sublime pobreza tocada por ciertos elementos artísticos, amaba la pintura y al arte aunque en forma rudimentaria; se sentaba en su silla de guano y hacía trazos de nombres, de letras los cuales adornaba con las figurillas que le llegaban a la cabeza, y luego los regalaba a sus sobrinos.

En toda su vida, nadie los vio subir de peso, las extensas jornadas de caminatas por las avenidas Duarte, Nicolás de Ovando, Máximo Gómez y otras lo mantenían ajetreado; pero luego de llegar a la casa, cenar, descansar los pies, adquirió un sublime hobbie: “se iba de pesca a las inmediaciones del Banco Agrícola con el caer de los últimos rayos del sol, y regresaba ya bien entrada la noche con la cena de su familia y de una hermana vecina; traía puras mojarras frescas que engañaba ofreciéndoles lombrices que movían la colita.

Decía, que el pescado sólo requería de un poquito de ajo y orégano, y sus aguajìs eran el agrado de toda la familia, y más allá, gustaban a los vecinos y al barrio.

El tiempo ha pasado con su rodillo, pero sus familiares cuando suelen pasar por algunas de las citadas vías creen verlo con un teléfono celular. Sigue en el negocio de las ventas de billetes y quinielas, y ahora no sólo vende éstos, sino los de todos los lotos privados que han inundado éste pequeño país.

Su hijo sabe que se fue, pero lleva una melancolía acomodada, todavía lo espera llegar cada vez que escucha que anuncian los premios de la Lotería Oficial.

María, su hermana centenaria, siempre solía decir que Rufo tuvo parto de hembra; es decir que nació con los pies hacia adelante, “y que no podría tener hijos”, pero la vida tiene secretos, tiene historias y situaciones. Su esposa le dio el hijo de vejez, pese a que el tío era de tez clara, Carlitos es negro como la noche, pero fue el clarear de los ojos de Rufino, toda su piel palidecía por el amor de padre e hijo.

 

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